El inmovilismo de los Gobiernos españoles durante los últimos cuatro años ha enquistado y agrandado los dos problemas básicos de nuestra economía: el desajuste real (nuestro descompuesto aparato productivo) y el desajuste financiero (nuestro excesivo endeudamiento público y privado). Así lo han entendido en los últimos meses la gran mayoría de inversores, quienes han optado por huir en manada de los activos españoles, encareciendo nuestros costes de financiación. En julio nuestro país ha vivido momentos auténticamente límites que parecían apuntar a su inminente suspensión de pagos. En estos momentos, la situación dista mucho de haberse estabilizado y, de hecho, es muy improbable que el país pueda continuar en su estado actual durante muchas semanas más. Dicho de otro modo, a muy probablemente nuestro futuro pasará por alguno de estos cuatro escenarios.
Rescate exterior
Si atendemos a las declaraciones de los distintos políticos del Continente, se trata de la opción más probable a corto plazo y que, de hecho, ya ha sido aprobada para la banca española. La duda parece estar en si se tratará de un rescate acompañado de intervención (compra de deuda por los fondos de rescate) o no (adquisición de deuda por el BCE). Los Gobiernos de España e Italia llevan meses implorando un rescate que les deje las manos libres y, obviamente, nuestros potenciales prestamistas –nuestros acreedores del norte de Europa– son reacios no sólo a comprometer más fondos a unas esclerotizadas economías periféricas sino, sobre todo, a hacerlo sin contrapartidas que faciliten su devolución.
Precisamente, esta es la piedra de toque del rescate exterior: su única utilidad consiste en proporcionar tiempo a las economías rescatadas para que completen su desapalancamiento y la transformación de su aparato productivo. El problema es que ni siquiera una estricta intervención asegura que, una vez garantizado el paragua del crédito barato, los países rescatados acometan todos los ajustes y reformas necesarios. Al contrario, como nos ha mostrado el caso griego, una vez los gobernantes obtienen la financiación barata que necesitan, lo normal es que se relejen y se nieguen a promover medidas impopulares, especialmente en ausencia de un indicador exógeno que, como la prima de riesgo, acredite la extrema gravedad de la situación económica.
En tal caso, el rescate sólo serviría para prolongar nuestra agonía y para multiplicar todavía más el quebranto para nuestros acreedores, incluyendo la posible descapitalización de sus respectivos sistemas bancarios y del mismísimo BCE.
Quita de deuda
Otro desenlace para nuestra crisis sería que España optara por aplicar ya mismo una quita a su deuda, tanto pública como privada. Los deudores españoles, ya sean administraciones públicas, empresas o bancos repudiarían parcialmente sus pasivos o se declararían en concurso de acreedores para restructurar un monto de obligaciones financieras que reconocerían como inasumible.
Los problemas de esta estrategia se encuentran tanto para los acreedores como para los deudores. Los primeros experimentarían pérdidas extraordinarias –aunque menores que si optaran por un rescate que terminara fracasando– y los segundos verían restringido su acceso a los mercados de capitales durante varios lustros, sobre todo si los acreedores perciben que la quita ha sido una decisión arbitraria, caprichosa e innecesaria de los políticos nacionales.
En el sector privado, la quita –o variantes de la misma, como la capitalización de deuda– es indudablemente una opción preferible a la mucho peor alternativa de los rescates estatales de compañías insolventes: si un modelo de negocio no es viable, hay que proceder a restructurarlo o liquidarlo. En cambio, los repudios soberanos de deuda suelen ser muy mal digeridos por los mercados, en tanto en cuanto son conscientes de que, siempre, la quita sobre la deuda pública era evitable con los pertinentes ajustes presupuestarios que los políticos se negaron a aprobar.
Además, la quita tiene el defecto de que sólo solucionaría, y parcialmente, una de nuestras lacras –la acumulación de deuda– al tiempo que empeoraría la otra. Por un lado, la interrupción de los flujos externos de financiación a buen seguro agravaría las necesidades de reajuste de muchas compañías que, pese a ser solventes, se verían privadas del capital que necesitan para seguir operando en su forma actual. Por otro, si el Gobierno de España redujera su deuda viva en un 30% o 40% sin atajar su enorme déficit primario de casi el 7% del PIB –suponiendo que pueda seguir financiándolo en los mercados internos–, en cuatro o cinco años el efecto saludable de la quita sobre las finanzas públicas se habría diluido por entero.
¿Cuál sería el punto de repudiar nuestra deuda por no querer reducir nuestro déficit para terminar viéndonos empujados a recortarlo?
Salida del euro y devaluación
Si bien la quita de deuda pública dentro del euro no tendría demasiado sentido, su repudio instrumentado a través de una salida del euro y de una devaluación de la moneda sí podría convertirse en una alternativa atractiva para nuestra irresponsable y manirrota clase política.
Un regreso a una peseta devaluada entre un 30% y 40% equivaldría a una quita por ese mismo monto para nuestros acreedores externos. Sin embargo, a diferencia del caso anterior, nuestros gobernantes podrían continuar financiando sus enormes déficits monetizando las nuevas emisiones de deuda en el Banco de España, todo lo cual castigaría a los ciudadanos con una creciente inflación y devaluación de su nueva divisa.
Además, frente al rescate externo con intervención y a la quita de deuda dentro del euro, la devaluación proporciona no sólo una solución (chapucera) a nuestros problemas financieros sino que también un remedio (aún más chapucero) para nuestros problemas reales: en la medida en que la depreciación abarataría en el exterior no sólo los bienes y servicios españoles sino también sus factores productivos, la demanda y la inversión extranjera se reavivarían, fomentando la especialización de España en modelos de negocio de muy bajo valor añadido pero muy intensivos en el factor trabajo.
Dicho con más claridad: la carta de la devaluación nos permitiría salir de la crisis a cambio de expoliar a los acreedores externos, robar a los ciudadanos con un persistente impuesto inflacionista, acrecentar el poder de los políticos nacionales devolviéndoles las llaves de la imprenta y empobrecer al país a largo plazo al empujarle a especializarse en actividades poco productivas. Un desastre absoluto, sí, pero al menos el empleo y el PIB irían mejorando poco a poco, a diferencia de lo que nos sucedería con los dos anteriores escenarios si la clase política se cierra en banda a aprobar nuevos y más intensos recortes y reformas. De ahí que, dada la maquiavélica lógica de los políticos, la opción más trágicamente realista para nuestro futuro sea regresar a la peseta.
Austeridad y reformas
La solución óptima para salir de nuestra crisis pasa por atajar nuestros problemas reales y financieros facilitando la creación de riqueza: a saber, por aprobar reducciones intensas del gasto público –en especial de aquel más claramente improductivo– para, a su vez, disponer de margen para reducir impuestos, y por liberalizar totalmente la economía para facilitar la ejecución de cualquier modelo de negocio viable. En suma, necesitamos seguir una política económica similar a la que han acometido los países bálticos desde 2008 y que les ha permitido volver a crecer a tasas anuales que incluso superan el 6%.
El problema de España es que toda nuestra clase política ya ha perdido su credibilidad tanto ante sus propios ciudadanos cuanto ante los inversores extranjeros. El PP disfrutó de unos primeros meses para sacar adelante una auténtica agenda reformista que relanzara al país, pero los dilapidó con salvajes subidas de impuestos, cosméticas reducciones del gasto, tímidas liberalizaciones de los mercados, mentiras reiteradas, descoordinación permanente y cuitas intestinas.
A estas alturas de la película, resultará extremadamente complicado que cualquier nuevo anuncio de reformas y de austeridad no vaya acompañado de desestabilizantes protestas internas y de indiferencia exterior. Mas, por difícil que resulte recuperar el crédito perdido, el Ejecutivo del PP tiene la obligación moral de inmolarse intentándolo y de conseguir alejar el fantasma de la devaluación. Dudo seriamente de que lo haga, pero en su mano está que ciudadanos e inversores tan escépticos como yo volvamos a confiar en que España podrá pagar sus deudas y en que será capaz de permanecer dentro de la moneda única.
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