No queremos volver a la España de los 50


España camina a trompicones, pero inexorablemente, por un sendero que conduce a perder los avances conseguidos por dos generaciones de españoles. En un país donde las familias, las empresas, los bancos y el sector público están excesivamente endeudados, la falta de crédito supone un parón que, si bien gracias al BCE no es por ahora repentino, sí que es dramáticamente real. Los mercados están cerrados a cal y canto y la única financiación que entra viene del BCE, que no solo nos financia la actividad económica sino que también sustituye una acelerada fuga de capitales al exterior.
Ante esta situación, cunde el desánimo y el victimismo entre los españoles incluyendo los editorialistas de la prensa: nosotros lo hemos hecho todo y no nos hacen caso. La culpa de todo, nos explican, es de Europa que en el fondo “no nos quiere”. Esto es una falacia. Tras cuatro años de crisis seguimos con los bancos en situación crítica y dependientes de la financiación del eurosistema (ningún país se ha beneficiado tanto de las operaciones de liquidez como España). Ninguna de las reformas acometidas han alterado sustancialmente un estado insostenible. En vez de ello, las reformas, particularmente las fiscales, han modificado solo los márgenes y, a menudo, en la dirección incorrecta. Las continuas sorpresas sobre la situación fiscal de las administraciones, central y autonómicas, demuestran que España tiene un problema constitucional que pocos consideran y que otros, como el presidente del Gobierno, niegan.
Es por ello que nuestra postura en la negociación con Europa es tan absurda que raya en lo incomprensible: ni el BCE “no nos ayuda” ni nosotros hemos “hecho nuestros deberes”. Contrariamente a lo que nos hacen crear, en Europa ha habido siempre una enorme comprensión hacia España, fruto de la transición y de un liderazgo pasado con visión y capacidad de sacrificio. Pero este respeto está siendo destruido por nuestra infantil amenaza de romper la baraja.

Y es que salirnos del euro, por mucho que resulte tentador, sería, muy probablemente, mucho peor de lo que imaginamos. Los que escuchan el canto de esta sirena nos dicen que eliminaría a la vez la deuda privada y pública y mejoraría la competitividad. La realidad es que, el día después de la salida, la situación sería complicadísima. La nueva moneda se devaluaría considerablemente, los salarios y pensiones perderían gran parte de su poder de compra y todos los productos importados subirían de precio. Al aumentar la carga de la deuda, empresas, bancos y sector público se enfrentarían a la bancarrota. Las empresas, muy integradas en cadenas de valor global, suspenderían pagos con sus proveedores y perderían sus relaciones con sus clientes. Los bancos quebrarían. El pago de bienes importados sería difícil. Además, para dar credibilidad a la nueva moneda, y evitar una hiperinflación en un contexto de descenso de los ingresos, el Estado tendría que proceder a una brutal consolidación fiscal, eliminando de una vez el déficit primario, lo mismo que de momento rehúsa a hacer.
La esperanza que tienen los que sueñan con esta quimera es que España rebotaría en dos años. Y sí, tarde o temprano, lo haría. Pero esa España sería la España de los 50, con ingresos bajos, derivados del turismo, con baja productividad, bajos costes y con un control brutal ejercido por los caciques locales, que controlarían los monopolios de la nueva economía cerrada. Del control de cambios y de exportaciones, aparecería, como en Argentina, una nueva clase privilegiada, estrechamente ligada al poder, nacida del chanchullo, la chapuza y el compadreo. Nosotros no nos reconocemos en esa España, que hemos pasado varias generaciones enterrando. Y como nosotros, muchos otros. Sin ir más lejos, Cataluña y el País Vasco verían su independencia como más atractiva que nunca.
Lo triste es que a muchos de nuestros políticos este escenario no les asusta: una economía cerrada es una economía en la que pueden hacer y deshacer a su antojo, usando las palancas de la peseta para dar dádivas a sus amigos a discreción. Es a los españoles, por el contrario, a los que les conviene mantener el euro, que es la única forma de preservar el mínimo control de los desmanes de nuestros dirigentes.
Nos dirán que no hay alternativa. Mentira: la alternativa es clara. España tiene que hacer su parte, y Europa la suya.
Para empezar, necesitamos cambiar radicalmente nuestra estrategia de negociación con Europa. Este es un juego cooperativo, con ganancias potenciales enormes para todos si encontramos la solución, no un juego de suma cero. En la construcción europea no hay acuerdo posible sin confianza mutua, no hay rescate sin alianza. Contrariamente a la propaganda que escuchamos, Alemania no quiere dominar Europa. El problema es precisamente el contrario, que Alemania desea que le dejen en paz y asegurarse que no se impone una solución en la que le toman el pelo y en la que debe hacer transferencias al resto de Europa hasta el fin de los tiempos.


Segundo, debemos abandonar el populismo. Olvidémonos de Gibraltar: entran más españoles a vivir en Londres en un año que la entera población del Peñón. ¿Queremos hablar de esto cuando empresas cruciales españolas dependen de la voluntad del regulador financiero, energético o aeroportuario inglés? Igualmente, dejemos de clamar a gritos nuestra soberanía en peleas abiertas a pecho descubierto con el BCE —que es el único que provee ahora mismo de financiación a la economía española— y con nuestros socios. La histeria debe pasar a mejor vida.
Y no acusemos a Bruselas por lo que nos piden hacer. Las reformas hay que defenderlas en sí, porque es en el interés de España que el estado sea sostenible. España debe expresar un claro compromiso con la construcción europea y con soluciones que minimicen en lo posible las transferencias a largo plazo. España debe decir un claro sí a Europa, que es lo único que nos protege del peronismo empobrecedor, y que estamos dispuestos a pagar el precio que esto acarrea.
Para ello, necesitamos urgentemente un nuevo gobierno, con apoyo de todos los partidos mayoritarios y de nuestros expresidentes, compuesto por políticos competentes y técnicos intachables con amplios conocimientos de su cartera. Este gobierno debe trabajar con tres prioridades. Primero, poner de verdad en marcha las reformas necesarias reconstruyendo la confianza de inversores extranjeros, contribuyentes españoles y socios europeos. Segundo, afirmar, sin ambigüedad, el compromiso absoluto con el euro y la construcción europea. Y, tercero, plantear a nuestros socios, desde la confianza generada por un gobierno coherente y serio, una ayuda económica en condiciones para resolver el único problema que no podemos resolver solos: el agujero creado por la burbuja inmobiliaria en el sistema financiero, a cambio de un control europeo de los bancos rescatados y de un sistema regulador común.
La sociedad española debe decidir qué España quiere. Hay una España posible por la que queremos luchar, una España moderna, con instituciones fuertes e independientes, con un nivel de vida elevado, un sistema educativo abierto pero exigente y con un Estado del bienestar sostenible. Este modelo de España está en su misma esencia ligado a Europa.
Y esta respuesta debería ser obvia, pues ya la dio Ortega hace 102 años en un discurso al club de opinión de Bilbao. Frente a los que acusan a Europa de todos nuestros males, hoy como ayer, España es el problema, Europa la solución.
Jesús Fernández-Villaverde es catedrático de Economía, University of Pennsylvania; Luis Garicano es catedrático de Economía y Estrategia, London School of Economics; Tano Santos es catedrático de Economía y Finanzas de la Escuela de Negocios de la Universidad de Columbia.

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