Tras recuperarse ligeramente entre mediados de 2009 y mediados de 2011, la economía española se frenó primero, cayó después, y ahora atraviesa una situación crítica. ¿Puede haber alguien interesado en que esto suceda? ¿Qué beneficios económicos, o de otro tipo, podrían obtener quienes hoy nos atacan? ¿Cómo es posible que nuestra pobreza enriquezca a otros?
Esta última idea dio origen a una expresión que fue utilizada durante la otra gran crisis del último siglo: la de los años 1930. La expresión era: “empobrecer al vecino”, o en inglés beggar thy neighbour. La idea definía las políticas mediante las cuales un país intentaba mejorar su situación empeorando la de los demás países. Por ejemplo, podía imponer aranceles o dificultar las importaciones, favoreciendo a los empresarios locales a expensas de los extranjeros. Otra forma clásica de hacer esto es devaluar la moneda.
El problema de estas medidas proteccionistas es que nunca han servido para su objetivo declarado. Los países crecen cuando abren sus mercados, no cuando los cierran. España pudo ser un país próspero cuando el régimen de Franco dejó de practicar la absurda autarquía que caracterizó su política comercial hasta la reforma de 1959. Cerrar los mercados puede, en efecto, empobrecer a nuestros vecinos, impidiéndoles hacer negocios con nosotros, pero no nos beneficia a nosotros, entendiendo por “nosotros” a la mayoría de la sociedad, puesto que el proteccionismo sí puede beneficiar a pequeños sectores improductivos manteniéndolos al abrigo de la competencia exterior. Digamos, las autoridades argentinas, al cerrar la importación del jamón español, pueden haber beneficiado a los productores argentinos de jamón, pero lo han hecho a costa de perjudicar a los consumidores de ese país. Hablando de Argentina, cabe traerla a colación para desmentir que la devaluación de la moneda sea la receta para la prosperidad: si lo fuera, los argentinos serían mucho más ricos que los suizos.
Sin embargo, aunque las medidas que pretenden “empobrecer al vecino” no tienen resultados económicos dignos de mención, resultan políticamente atractivas, porque permiten al gobernante presentarse como el que salva a la patria, primando lo nacional frente a lo extranjero. Nótese además, que son medidas que sólo se pueden aplicar desde la política y no en el mercado. Aunque las empresas españolas, Mercadona o Zara, pongamos por caso, estuvieran deseosas de perjudicar a Carrefour y H&M, en un régimen de competencia sólo tienen una manera de hacerlo: ofrecer productos mejores y más baratos que los de esos dos rivales extranjeros. La diferencia con la otra estrategia es abismal, porque las medidas destinadas a “empobrecer al vecino” culminan en daños a los consumidores nacionales, mientras que si Zara consigue derrotar a H&M, eso es algo que solo puede hacer si beneficia a los consumidores aún más que ahora.
Lo mismo vale para los países: en el mercado, no hay forma de empobrecer al vecino sin enriquecer a otros ciudadanos; pero cuando hay políticos de por medio, es posible que el desenlace acabe por empobrecer a la mayoría. La forma de evitarlo es detectar tanto las tensiones políticas como los errores económicos de nuestros gobernantes que dan pie a estrategias de inversión que pueden resultar empobrecedoras para otros que no sean los inversionistas. Por ejemplo, a propósito de los “especuladores”, grandes chivos expiatorios de los desaguisados de los Estados, es importante no emprender políticas insostenibles, que fomentan la especulación, y asegurar la competencia, de modo que si los especuladores ganan, ganen ellos, pero si pierden, nunca puedan socializar sus pérdidas centrifugándolas hacia el conjunto de la sociedad –algo que, recuérdese, sólo se puede hacer mediante la intervención del Gobierno.
Una trampa clásica es la del nacionalismo esgrimido como argumento económico. Por ejemplo: “la culpa de nuestros males es de Alemania”. Pero Alemania, o, más precisamente, su Gobierno, no tiene la culpa de nuestro paro, de nuestro alicaído crecimiento o de la caída de Bankia. Esos males son nuestros, o, más precisamente, de nuestras autoridades.
Esto no quiere decir que no pueda haber conflictos entre las autoridades: al contrario, esos conflictos son reales y explican parte de lo que nos sucede. Por ejemplo, al gobierno de Alemania le puede interesar desviar la atención de sus propias dificultades hacia los manirrotos subsidiados de la Europa periférica; al Banco Central Europeo le puede interesar promover un crecimiento de su propio poder dándole patadas en la espinilla al Banco de España a cuenta de su deficiente labor supervisora.
Nuestro Gobierno debería emprender la mejor estrategia para que se reconozca que hacemos las cosas bien: hacerlas bien. Va por el buen camino si contiene el gasto público y abarata los costes y abre los mercados para que crezcamos, y va por el mal camino si sube los impuestos.
El Gobierno ha tomado medidas correctas en los tres frentes en los que se juega el futuro de nuestro bienestar: la hacienda pública, el sistema financiero y las reformas estructurales. No sabemos aún si lo que ha hecho es suficiente para no impedir la recuperación de la economía. Bien podría suceder que nuestra prima de riesgo, tan elevada estos días, estuviera sobrepenalizada en los mercados, en cuyo caso no se sostendrá.
Si las cosas mejoran, convendrá recordar los errores cometidos, para no repetirlos, y no olvidar que las estrategias de “empobrecer al vecino” mediante la intervención política son, en el mejor de los casos, inútiles, y en el peor, dañinas.
Y si las cosas empeoran, hacia cualquier escenario más o menos catastrófico, convendrá recordar que esencialmente nuestros males son responsabilidad de nuestros políticos, no de ninguna conspiración judeomasónica.
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