Al dar la noticia del éxito en la Feria del Libro de una edición del Manifiesto Comunista el cronista Ridao escribe en la prensa socialdemócrata: «Puede que detrás del inesperado éxito se encuentre cuando menos la curiosidad de dilucidar en qué aspectos podría seguir vigente y constituir una esperanza para unos países que están perdiendo casi todas.» Una frase que a 7 de junio vincule el comunismo con la esperanza es una ofensa sobre la que poco hay que hablar. Lo que, por el contrario, sigue siendo interesante es la facilidad de circulación de la frase, estampada en un periódico influyente y no en la faja de un sucio volumen marginal de venta exclusiva en la librería Europa. La relación entre el Manifiesto Comunista y sus millones de muertos es comparable a la de Mein Kampf y los suyos. Y aún más inmoral para mí, porque, en efecto, el Manifiesto convocaba a la esperanza y eso es lo hórridamente imprescriptible de la utopía comunista.
Por lo demás el Manifiesto es un delicioso kitsch, con pasajes inolvidables como aquel en que se reprocha a los burgueses que se roben entre sí las mujeres (nada se dice, sin embargo, de las criadas), con penetrantes prospectivas, como aquella que hacía de Alemania la nación principal e iniciática de la revolución (error que, con el paso del tiempo, acabó convirtiéndose en la justificación del fracaso: la revolución había sido pasto de mongólicos mongoles), o con metáforas de un vuelo amplio y veraz: Un fantasma se cierne sobre Europa, proclama su primera y conocidísima frase, y en efecto con eso basta para describir la profundidad de la experiencia: el comunismo fue solo terror y ficción.
El comunismo es la gran tragedia de la humanidad moderna no solo por la muerte y la ruina que diseminó, sino también por el estado de inmunodeficiencia intelectual en que su fracaso sumió a las élites de la izquierda, que tienen que seguir acudiendo hoy para revitalizar su esperanza a este texto señoritingo, meramente literato, cuya única posibilidad de importación a nuestro tiempo, como la pillería intelectual socialdemócrata se cuida de exhibir, es la violencia: «Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones, Ridao. Abiertamente declaran que sus objetivos solo pueden alcanzarse derrocando por la violencia el orden social existente.»
Como repitió en memorable artículo la editora y compañera de viaje Beatriz de Moura, haciéndose la autocrítica:
«¡Proletarios de todos los países, perdonadnos!»
(El Mundo, 7 de junio de 2012)
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