De mis años de trabajo en las redacciones de los periódicos recuerdo vivamente las aberraciones de la especialización. De pronto pareció obligatorio que los periodistas supieran más que sus fuentes. Eso dio origen a situaciones chuscas. Un jefe de la sección de Cultura, por ejemplo, podía encargar una entrevista a un novelista del Soho y el redactor especializado rechazar el encargo porque él no entendía ni de literatura ni de novelas ni de novelistas norteamericanos: su especialidad eran las novelistas de Brooklyn.
Un periodista es un especialista en hechos, y en su relato, y el resto de especializaciones es un asunto secundario que pertenece al capricho de las aficiones. Michael Lewis, editor de Vanity Fair, es la pistola humeante de esta tesis. Ha escrito de béisbol (Moneyball), de fútbol (The blind side), y de las hipotecas subprime (The big short). Qué más da. Hechos diversos que deben traducirse al conocimiento común. Y con las palabras comunes. El médico, el abogado, el cosmólogo o el jugador de béisbol pueden expresarse con sus palabras. Pero el periodista debe hacerlo con las palabras de todos. También en este punto Lewis cumple.
Ahora Deusto acaba de traducir Boomerang, su último reportaje, cosido con fragmentos que ya fue publicando en Vanity. Un viaje a escenarios de la crisis de la deuda, desde Islandia hasta California, pasando por Alemania. Todas las virtudes de su escritura se exhiben en un libro que trata del más largo serial periodístico que Europa vive desde el final de la guerra. Su reportaje es una prueba de la necesidad de síntesis en la fragmentaria época digital. Y de la necesidad del propio reportaje como género, del periodismo como método y del generalismo como actitud intelectual. Y, sobre todo, Boomerang es una aclaración sobre cuestiones fundamentales de la crisis. La primera, Grecia.«En Atenas experimenté en diversas ocasiones una sensación nueva como periodista: una falta de interés total en un material a todas luces alarmante (…) Sacaba mi bloc y empezaba a escribir lo que me contaban. A los veinte minutos de relatos desconectaba. Sencillamente, eran demasiados.» Habrás visto en mi blog una lista más o menos pormenorizada del alarmante material griego. Se resume en una frase: los griegos no contaban. Ni el Estado ni los ciudadanos. No contaban, es simple. Ha hecho muy bien en titular ese capítuloE inventaron las mates. La pregunta inminente es cómo pudieron vivir sin contar y, sobre todo, sin que Europa les repasara los números. Lewis no da la respuesta, pero te la voy a dar yo, que todo lo puedo. En treinta años de oficio, y hasta de vida sin más adjetivos, he salido muchas veces de edificios públicos y privados vinculados a las finanzas, a la educación, a la justicia, a la política, pensado vaya caos y dudando de que lo acababa de ver o de comprender sobre el funcionamiento de instituciones importantes fuera real. Era real. Habrás tenido también esta experiencia. En efecto: las cosas funcionaban así. Era un milagro. Estoy dispuesto a aceptar que los milagros existen, pero nadie podrá convencerme de que sean duraderos. Cada cierto tiempo el caos pide una cierta purificación. Estamos en la purificación.
El mayor error de Boomerang afecta al capítulo de Alemania. Y es extraño, porque es un error de aprendiz. Lewis estructura sus conclusiones alrededor de lo que cree que es un rasgo del carácter germánico: su afición por la caca, que percibe a cada paso en su léxico y en sus frases hechas. Como catalán me sentí ofendido: que yo sepa, ningún alemán ha puesto caca en la cuna del hijo de dios. Si la afición escatológica no es un rasgo común de la humanidad, como lo es, entonces es puramente catalana, Lewis. El mayor error del libro, sin embargo, coincide en el capítulo con el mayor acierto. Lee: «Durante elboom los banqueros alemanes hicieron lo indecible por ensuciarse. Prestaron dinero a los prestatarios norteamericanos de las subprime, a los magnates islandeses del sector inmobiliario, a los potentados irlandeses de la banca para que hicieran cosas que ningún alemán haría jamás.» Lewis se hace eco de una interpretación sobre la crisis de deuda europea: un intento del Estado alemán de que su bancos recuperen el dinero. Más allá de lo que pueda tener de brote conspiranoico, no me interesa ahora ir por ese lado. Lo que me interesa es cómo continúa el razonamiento de Lewis: «Sin embargo, en su propio país estos banqueros aparentemente dementes se comportaron con mesura. El pueblo alemán no les permitía actuar de otra manera.» O para decirlo más claramente, por la boca de Jörg Asmussen, un alto funcionario del gobierno: «En Alemania no hubo ningún boom crediticio. Los precios de la vivienda no variaron en absoluto. No se solicitaron préstamos para el consumo, porque este comportamiento es totalmente inaceptable en Alemania. El pueblo alemán es así. Lo lleva en los genes. Tal vez sea un resto de la memoria colectiva de la Gran Depresión y la hiperinflación de los años veinte.» Genes aparte, buena parte de los misterios de la crisis están ahí. Y de su explicación objetiva. Me perdonarás el estruendo: pero en ciertas instancias aldeanas llevamos años preguntándonos, respecto de los bancos y el pueblo, si es más maricón el que da o el que toma.
Este gran reportaje es una aproximación empírica a un tema fieramente humano: las deudas. El asunto se puede revestir con todas las conchas macroeconómicas que se quiera: siempre permanecerá un poso individual, de problema intransferible. Lewis vuelve a acertar, y hondamente, en el párrafo que cierra el libro: «Cuando la gente acumula deudas que le resultará difícil y quizá hasta imposible pagar, está diciendo varias cosas a la vez. Está diciendo que quiere más de lo que puede permitirse. Y está diciendo que sus necesidades actuales son tan importantes que para cubrirlas vale la pena ciertas dificultades futuras. Haciendo ese pacto dan a entender que cuando las dificultades futuras lleguen, ya las resolverán. No siempre las resuelven, pero nunca hay que descartar la posibilidad de que lo hagan.»
Esta es la cuestión. La vida está llena de cadáveres de los que no pudieron pagar. Y de estrepitosos triunfadores. El riesgo. También es la cuestión de la Europa de hoy y de la discusión entre austeridad y crecimiento. Una vez Alemania no pudo pagar. Y pagó gravemente. Otros, en cambio, confían. En el descubrimiento, mediante una nueva tecnología o un mero azar, de una nueva fuente de riqueza: en el sol español de los 60 o en la soja argentina de esta década. Y así, en esa confianza, señalan al tiempo como el miserable canalla que debe pagar todas las deudas.
Sigue con salud
A.
(El Mundo, 19 de mayo de 2012)
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