La sanidad pública española pasa por ser una de las más eficientes de globo. Su coste en términos de PIB está por debajo de la media europea y la calidad de su servicio no cabe tildarlo precisamente de desastroso. El problema de este feliz modelo patrio, más allá de que en realidad sea bastante mejorable, es que no resulta sostenible: en apenas una década, el gasto total del sistema sanitario estatal se ha multiplicado prácticamente por dos y todo indica que, como resultado del envejecimiento de la población y de la demanda de nuevas y más caras tecnologías sanitarias, esa tendencia continuará imparable su curso: en 2020 bien podríamos encontrarnos con un gasto sanitario de 120.000 o 130.000 millones que resultaría del todo infinanciable (los 70.000 millones de gasto actual ya sufren un déficit sanitario de alrededor de 15.000 millones).
Es evidente, pues, que más allá de que estemos al borde de la suspensión de pagos y de que la reforma sanitaria pueda contribuir a minorar tal riesgo, el modelo sanitario español necesitaba de una profunda cirugía para proceder controlar y mejorar la eficiencia del gasto. Pero, ¿reforma en qué dirección? Lo que ha aprobado y deja entrever el Gobierno del PP hasta la fecha pasa, por un lado, por implantar el sistema de copagos (de momento ampliando el que había en el gasto farmacéutico) para corresponsabilizar a los consumidores y, por otro, por recortar las prestaciones cubiertas por el sistema. Es decir, salvo retoques muy cosméticos por el lado de la oferta, la apuesta del PP visualizada hasta la fecha parece pasar consistir en controlar el gasto sanitario restringiendo su demanda.
El escollo de la restricción generalizada de la demanda, especialmente copago mediante, es de sobras conocido: la disuasión a la atención primaria impide la aplicación de medidas preventivas de ulteriores dolencias que, a largo plazo, no sólo puede empeorar la salud de la ciudadanía sino, en relación a lo que nos ocupa, incrementar el gasto sanitario. El objetivo del copago es claramente el de limitar el gasto innecesario –los “abusos”– alineando la demanda del mismo con parte de su coste. Ahora bien, el copago, por motivos similares, también puede restringir el gasto necesario; razón entre muchas para que algunos seamos escépticos sobre el éxito de su aislada implantación. Pero, ¿podría haber algún modo de retener los efectos positivos de la medida al tiempo que evitamos sus subproductos más contraproducentes?
El modelo de Singapur
La respuesta óptima sería sin duda la de transitar hacia un sistema sanitario completamente libre, en el que demanda y oferta se determinaran en el mercado y no en los despachos políticos. Las características previsibles de un sistema de este tipo serían muy probablemente: por el lado de la demanda, una renta disponible familiar más elevada que la actual (por los menores impuestos) combinado con un nivel de ahorro precautorio muy superior al presente, el pago directo por la atención sanitaria primaria, el aseguramiento contra dolencias menos comunes y con un tratamiento más caro, y una cierta caridad privada que auxilie a los más pobres; y, a su vez, por el lado de la oferta, una mayor diversidad y competencia entre centros sanitarios, quienes exhibirían calidades y tablas de precios muy variables y serían disciplinados en cuanto a productividad y profesionalidad por la propia amenaza de ser desplazados del mercado. Gracias a todo ello, la gente no descuidaría su salud (pues tendrían una renta más que suficiente para asumir unos precios y unas primas de seguros razonables) pero tampoco abusaría de la socialización masiva de los costes.
A día de hoy no existe ningún país que combine adecuadamente todos estos principios (se suele pensar en el sistema sanitario estadounidense, cuando el intervencionismo estatal tiene un peso más que notable). Existe un país que, sin ser ni mucho menos un ejemplo de libre mercado sanitario, sí ha tratado de aplicar las que probablemente serían sus características para el caso de sistema intervenido: Singapur.
Si alguien sigue repitiendo que la sanidad pública española es una maravilla cuasi inimitable, debería prestar mucha atención a la ciudad Estado asiática: la sanidad singapurense está considerada una de las mejores del mundo por la OMS (por delante de la española) y su coste, pese a que la edad mediana de su ciudadanía es la misma que en España (38 años), es un tercio del de nuestro país (poco más del 3% del PIB, del cual sólo un 1% es gasto público). ¿Cómo ha conseguido Singapur esté muy notable éxito? Pues a través de la combinación de los principios anteriores que consiguen reproducir bastantes de los incentivos de un mercado libre: por el lado de la demanda, sólo los extremadamente pobres tienen acceso gratuito financiado por el Estado, mientras que el resto de la población se enfrenta a un sustancial copago sanitario en la atención primaria (de hasta el 20% del coste total, pero que puede aumentar cuando el paciente solicita servicios suplementarios) con unos impuestos bajísimos (la presión fiscal del país es la mitad de la española) y la obligación de destinar parte de sus rentas a una cuenta de ahorro personal que pueden emplear, entre otros fines, para ciertos tratamientos sanitarios; por el lado de la oferta, el sector público compite activamente con el privado tanto en la venta de seguros para las prestaciones no catalogadas como básicas cuanto en la creación y gestión de centros sanitarios, lo que tiende a mantener una elevada calidad del sistema junto con unos bajos precios.
Los resultados son suficientemente esperanzadores como para que el PP se plantee cuando menos avanzar en semejante dirección. Desde luego, cabe esperar que parte de la izquierda trate de menospreciar sus logros apelando a la poca representatividad de los cinco millones de habitantes de la ciudad Estado. Bien, pero entonces que no se pongan tan pesaditos con el paraíso socialdemócrata de los países nórdicos, esto es, con unas sociedades cuya demografía oscila entre los cinco (Finlandia y Noruega) y los diez millones (Suecia) de habitantes.
La pelota está encima del tejado del PP. De momento, su reforma sanitaria consiste en aumentar la tributación para sufragar un sistema mastodóntico cuyo gasto –cada vez menos sostenible– no varía en lo sustancial. Habida cuenta del comportamiento del PP hasta el momento, entenderán que no mostremos eufóricamente optimistas.
Fuente: Francisco Capella.
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