El fracaso de la huelga general de ayer puede convertirse en un éxito relativo, si triunfa el Gobierno, o un éxito más de fondo, si lo hace la sociedad civil.
De entrada, a pesar de los esfuerzos (cada vez menos insistentes, la verdad) de los medios adictos, todo indica que en líneas generales no se puede hablar seriamente de éxito de la huelga: cada vez resulta más claro que la ciudadanía expresa un abierto rechazo hacia los sindicatos, y que el eje de la labor sindical pasa por violar los derechos de los trabajadores.
Una frase repetida ante jornadas como la de ayer es: “Gran parte del éxito o el fracaso de una huelga general se juega en el transporte”; es decir, la clave de la huelga estriba en lograr impedir que la gente haga lo que quiere hacer: ir a trabajar. Si de verdad se quisiera probar el éxito de un paro general habría que facilitar ese derecho y hacer lo posible para que el transporte funcionase como un día normal; así podríamos saber si los trabajadores realmente respaldan la huelga o no. Cada vez menos gente toma esto con naturalidad, igual que cada vez se tiene menos paciencia con los matones de los piquetes.
Primacía de derechos
Esta impaciencia quizá explica el salto cualitativo que han desplegado los sindicatos en su dialéctica. Es la primera vez, en efecto, que han exhibido su totalitarismo con un argumento que, bien entendido, hiela la sangre. Lo han dicho tantas veces en los últimos días que no puede ser sino una estrategia calculada. Se resume así: el derecho de huelga prevalece sobre el derecho al trabajo. En palabras de Cándido Méndez: “El derecho del trabajador no debe ser objetivo prioritario sobre el derecho de huelga”.
Y Fernández Toxo: “El derecho de huelga prima sobre otros derechos”. Nadie presionó a los sindicalistas para que dijeran esto: lo hicieron libre y espontáneamente. Nunca lo habían dicho de forma tan repetida e insistente. Es escalofriante, porque significa que la organización colectiva, es decir, el sindicato, puede violar la libertad del trabajador individual.
Eso es el socialismo en cualquiera de sus variantes, desde el fascismo hasta el comunismo: la colectividad aplasta al individuo. Se llama “derecho de huelga” al derecho del piquete a ejercer un amplio abanico de acciones intimidatorias y coercitivas si usted elige ir a trabajar. El miércoles proclamaron en Madrid: “Ocuparemos la Puerta del Sol cuando nos dé la gana”. Y eso es, exactamente, lo que quieren impedir que hagan las trabajadoras: ir a trabajar si les da la gana.
El Gobierno intentará apropiarse de la reacción popular contra los sindicatos, hundidos en un descrédito que no habían padecido nunca en democracia. La maniobra puede salirles bien a Mariano Barbie Rajoy y sus secuaces, pero no sería el mejor de los resultados. En efecto, si el ciclo recupera su dinamismo este año, las huestes gubernamentales procurarán colocarse a la cabeza de la manifestación y alegar que han sido las autoridades las que han conseguido detener la sangría del paro. Hasta ahí sería esperable, cualquier gobierno habría hecho lo mismo.
Otro éxito tan espectacular como improbable sería que los ciudadanos se apoyaran en el rechazo que experimentan no sólo hacia los sindicatos, sino también hacia los políticos. Si se extendiera la opinión, a mi juicio acertada, de que la recuperación de la actividad y el empleo no se debe al poder y los grupos de presión que a su socaire medran, sino al dinamismo de la sociedad civil, el margen de la política y la legislación para recortar derechos y libertades se habría estrechado higiénicamente.
Por último, el fracaso de los sindicatos tras la huelga general de ayer puede acelerarse si ellos mismos no perciben lo que está pasando y, espoleados también por la izquierda, optan por seguir erre que erre por el mismo camino. Para entendernos, optan por decidir que después de una huelga general lo correcto es hacer… otra.
Estos días de entusiasmo izquierdista han llevado a algunos a proclamar que el enfrentamiento de los sindicatos con el Gobierno iba a ser tan radical como el que protagonizaron los sindicatos británicos contra Margaret Thatcher. Deben haber olvidado quién ganó esa batalla…
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