La reforma financiera que acaba de presentar a grandes rasgos el Gobierno parece un paso más en la buena dirección. No es una revolución, ni es algo muy diferente a lo que ya estaban haciendo las autoridades, que en tiempos de Smiley advirtieron de la necesidad de aclarar la valoración de los activos inmobiliarios de la banca para proceder a su saneamiento.
Lo que sí ha sucedido es que la urgencia de la reforma es aún mayor por el fin del débil proceso de recuperación económica 2009-2011 este verano, y la consiguiente ruptura de la confianza en el euro, que desembocó en la apertura del grifo del BCE a la banca al 1 %, un grifo clave en todo este proceso, pero del que no podrán manar recursos indefinidamente sin consecuencias nocivas. El debate aquí no es liberalismo versus intervencionismo, porque nadie quiere liberalizar; la cuestión es cómo se interviene (por ejemplo: no es lo mismo subir impuestos que bajar el gasto público, a pesar de las relaciones estadísticas engañosamente simples de la macroeconomía cañí).
En esta reforma hay otras claves. Es posible que la suma de 50.000 millones alcance para sanear el sistema, pero no hay forma de saberlo ahora a ciencia cierta, y resultará tanto menos suficiente cuanto más se demore el fin de la recaída en la actividad. El Gobierno ha profundizado en la idea de que cuantas más fusiones, mejor, lo que no es algo evidente. También es una simplificación pensar que la normalización del crédito es la causa de la recuperación económica; puede que la relación causal sea incluso la inversa. Los que repiten como loros “¡que fluya el crédito!” olvidan que ese flujo nos arrastró a la crisis y que no están precisamente secas las fuentes para la deuda pública. Todo esto dicho, algo similar a lo que se ha hecho era necesario, y no parece que vaya a empeorar las cosas. Menos da una piedra. El próximo capítulo se parecerá a este, y corresponderá a la reforma laboral.
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