Cada trimestre se repite la misma liturgia por parte de ese coro de keynesianos que, según se observa, sólo han leído a medias a Keynes: el PIB cae (o no sube demasiado) por la contracción del consumo y del gasto público. Esta ocasión, claro, no ha sido la excepción. De nuevo oímos que la economía española se encuentra al borde de la recesión porque la gente no consume, de modo que el diagnóstico parece ser bastante sencillo: hay que gastar más.
La tesis subconsumista, empero, tiene dos problemillas, a cada cual más relevante. El primero es que cualquiera que oiga la explicación oficialista de la crisis –"estamos en depresión porque la gente y los políticos han dejado de gastar"– probablemente espere observar un fortísimo descenso del consumo y de los desembolsos públicos desde los felices años de la burbuja. Pues no tanto: descontando la inflación, el gasto de nuestras familias ha caído un 7% desde el cuarto trimestre de 2007 y el de nuestras administraciones ha crecido un 3,3% (y dejamos fuera las enormes transferencias públicas, que se han expandido mucho más). En total, el consumo final apenas se ha reducido un 4,3%. No es poca cosa, pero parece extraño que semejante descenso haya provocado una depresión de esta magnitud.
En efecto, ¿de dónde proceden entonces los problemas de nuestra economía? Pues no de una leve contracción del consumo, sino, como el propio Keynes sabía, de un hundimiento en toda regla de la inversión: desde finales de 2007, la formación de capital de nuestra economía se ha desmoronado un 35%. Sí, ya sé que el consumo tiene un peso unas tres veces mayor que la inversión dentro del PIB, de modo que al final las responsabilidades no serían tan distintas. Pero, aparte de lo sesgadamente mal que el PIB contabiliza el gasto empresarial en bienes de capital, si no sabemos observar la diferencia económica –que no contable– entre que una partida tropiece un 4% y que otra se hunda casi un 40%, es que no entendemos nada sobre una crisis. Ninguna economía se hunde porque los consumidores se vuelvan algo más tacaños; sí lo hace, en cambio, por que los empresarios se enfrenten a una incertidumbre y a unas restricciones tales que paralicen en más de un tercio su inversión anual.
El segundo problemilla de la tesis subconsumista, muy vinculado con el anterior, es que, como debiera saberse, el PIB mide dos realidades que son idénticas: el valor monetario de lo comprado y el valor monetario de lo vendido (o producido). Aunque los titulares periodísticos suelen preferir el lado del gasto, no está de más echarle una ojeada al lado de la producción. ¿Y cuáles son los dos sectores económicos que lo han pasado peor durante esta crisis (y también durante este trimestre)? Aquellos más intensivos en capital y que más vinculados estaban a la expansión crediticia previa: la industria, sobre todo por lo que se refiere a las manufacturas duraderas (cuya producción cae un 11% con respecto a finales de 2007), y la construcción (que desciende más de un 20%). El resto, o suben un poco, o caen un poco o se mantienen.
Ahora, ¿es necesariamente malo que nuestro PIB decrezca porque la construcción caiga un 20%? ¿Deberíamos comprar las mismas viviendas que hace cuatro años? Pues no, dado que ese sector se encontraba astronómicamente inflado. El problema, más bien, es que al tiempo que se ha hundido la construcción y la industria de ciertos bienes duraderos, los empresarios no han invertido masivamente en otros sectores que los sustituyan. ¿Y por qué no lo han hecho? En parte porque no saben dónde hacerlo; en parte porque no disponen de capital; en parte porque ellos y sus potenciales compradores están muy endeudados y antes de volver a gastar a los ritmos anteriores tienen que sanear sus balances; en parte porque los mercados son demasiado inflexibles; y en parte por la incertidumbre sobre el futuro de nuestro país (¿suspenderemos pagos? ¿seguiremos en el euro?).
Así las cosas, debería ser evidente por qué supone un enorme error que fijemos nuestros problemas en un insuficiente consumo: no, nuestros males son otros. Primero, que no sabemos exactamente qué producir y nos toca reinventar nuestro tejido empresarial; y, segundo, que antes de volver a gastar tenemos que amortizar parte de nuestras deudas pasadas. De ahí que la receta sea justamente la opuesta a la que se nos sugiere desde esos engañosos titulares que cargan las tintas contra la austeridad: ahora mismo no necesitamos más consumo, sino más ahorro para amortizar nuestras deudas y para sufragar el imprescindible aumento de la inversión que modifique nuestra estructura productiva.
Al cabo, si en estos momentos decidiéramos, por ejemplo, incrementar todavía más el gasto público, ¿qué acaecería? Primero, que restringiríamos aún más la financiación de la inversión privada; segundo, que sería el Estado quien escogería en qué sectores invertir, cómo si él tuviese la más mínima idea de dónde se hallan las oportunidades de negocio (¿Planes E? ¿Aeropuertos sin pasajeros?); tercero, que el endeudamiento total de nuestra economía seguiría aumentando y, por tanto, también la constricción del gasto privado de familias y empresas; y cuarto, que la incertidumbre institucional sobre nuestra permanencia en el euro continuaría aumentando, desincentivando todavía más la inversión empresarial.
El camino es otro y debe mirar a mucho mayor plazo: necesitamos modificar nuestros patrones de especialización y, para ello, toca reducir el endeudamiento de familias, compañías y bancos; estabilizar las cuentas del Estado para despejar histerias; liberalizar mercados para facilitar la elaboración de nuevos planes de negocio; y convertir la inversión en una actividad lo más atractiva y segura posible (por ejemplo, con impuestos bajos). Explíquenme ahora cómo se favorece todo esto promoviendo el gasto ciego, irresponsable y suicida de familias y administraciones públicas. Ay, que algunos todavía no han escapado de la mentalidad de la burbuja.
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