La estampida

Andrés Trapiello.



HACE unas semanas, mirando en You Tube cierta entrevista con la admiradísima Hannah Arendt, realizada en 1974, le oímos expresar sobre el feminismo y el papel de las mujeres en las sociedades modernas opiniones que difícilmente habría sostenido hoy. A lo largo de su vida, nos dice, prefirió ocupar un lugar secundario, dejando que fuesen los hombres quienes tomaran las decisiones y ejercieran el poder político, económico, social: le había resultado más cómodo. Oírselo decir a una mujer inteligente no es  lo menos relevante. La lista de hombres abiertamente misóginos es, por lo demás, tan larga, desde Platón hasta hoy, y las cosas increíbles y cómicas que ellos hayan podido decir de las mujeres tan numerosas, que más que pesar producen asombro: ¿cómo, nos preguntamos, varones tan preclaros llegaron a pensar y a creer firmemente tales tonterías?

En otro orden de cosas cualquiera que haya leído a Cervantes sabe que las opiniones de este a propósito de “la morisma” son abiertamente hostiles y despectivas, las de Baroja sobre los judíos racistas  y las de nuestro querido JRJ sobre “los maricas” de una intransigencia sin par en él.  Cuando leemos a ciertos autores antiguos, sensibles a todo lo concerniente al dolor humano, nos anonada comprobar que trataban a sus esclavos con menos consideración que a sus caballos, por no hablar de la idea que tenían de los niños y su educación algunos de los padres de la Ilustración.

Lo que hace complejo el mundo es que a pesar de que tales o cuales opiniones nos parezcan inadmisibles en la actualidad, los libros en los que vienen expresadas pueden resultarnos a menudo hondos y valiosos por otros conceptos, y comprendemos que tales opiniones no fueron en realidad sino eco de las que compartían con muchos de sus contemporáneos. Lo que pensaba Arendt de las mujeres lo pensaban la mayor parte de las mujeres de su siglo, y de los hombres, claro; la idea que tenía Cervantes de los moros, la tenían todos los cristianos; la opinión de don Pío de los judíos la compartía con miles de antisemitas de medio mundo, y lo que pensaba de los homosexuales JRJ era lo que pensaba la inmensa mayoría. Ninguna de esas opiniones injustificables fue discordante en su contexto y circunstancias, sino parte del coro de su tiempo. 

Cada época ha hecho el ridículo con algo. En este momento, usted y yo tenemos de tal o cual asunto una opinión que será considerada dentro de un siglo, con toda probabilidad, grotesca, patética, despiadada, pese a que a nosotros nos pareció  razonable. ¿Y cómo evitarlo, si no sabemos cuál es? ¿No hay un modo de obrar que nos ponga a salvo de nuestra propia estupidez? Seguramente no. En un tiempo como el nuestro, en el que todo está cambiando a una velocidad de vértigo, menos aún. Permanecer junto a los débiles nos aseguraría una causa noble, ¿pero quién quiere quedarse orillado, en un mundo en el que todo va tan rápido,  entre acelerones y estampidas provocadas? Claro que nuestras prisas podrían ser no sólo nuestro talón de Aquiles, por donde se eche a perder la humanidad, sino precisamente las que nos hagan parecer en el futuro completamente idiotas, si acaso no unos locos temerarios. 

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 15 de enero de 2012]

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