¿Puede una asociación creada para defender a los consumidores oponerse a aquello que define el objeto fundamental de lo que dice defender, es decir, el consumo? Sí, aquí y en 1984 sí puede. Facua Madrid, ONG “con un carácter marcadamente progresista, democrático, plural y participativo” (sic), rechaza de nuevo la liberalización casi total de los horarios comerciales que acaba de incluir el Ejecutivo de Esperanza Aguirre en el Anteproyecto de Ley de dinamización del comercio por fomentar un consumo “irracional e impulsivo”.
Ay estos cretinos de los consumidores, si es que no se les puede dejar solos; abres un poquito la mano y se te descontrolan. Tan irracionales e impulsivos se vuelven, que la mejor manera que atina Facua para defender sus derechos es imponiéndoles caenas, esto es, arrebatarles el más elemental de esos derechos que es el de elegir.
No ya sólo para protegerles de sí mismos sino también porque en su vorágine despilfarradora los consumidores van dejando otros muertos por el camino: a saber, si no se les prohíbe comprar en ciertos horarios, asestarán un “severo golpe” a “buena parte del pequeño y mediano comercio, restándole capacidad competitiva”. ¡Una asociación para defender a los consumidores mutada en lobby promotor de los crematísticos intereses de aquellos empresarios que peor satisfacen a los consumidores! Menos mal que Facua, según su declaración de principios, es “independiente de gobiernos, partidos políticos, confesiones religiosas e intereses empresariales“; mas algunos de esos intereses parece tenerlos muy en cuenta cuando le conviene.
Sucede que la irracionalidad, la impulsividad o los falsos perjuicios al pequeño comercio son meras excusas para cargar contra lo que Facua verdaderamente detesta, que no es ni el consumo excesivo, ni el consumo dominical, ni el consumo nocturno, ni el consumo suntuario, ni el consumo en grandes superficies, sino el consumo libre.
He ahí la clave del asunto, aun cuando quede feo –muy feo– decirlo: los consumidores (y los vendedores) deben ser reprimidos por el Estado para impedirles formalizar transacciones voluntarias y mutuamente beneficiosas. ¿Por qué? Pues porque lo digo yo. Un peligroso paso desde el legítimo paternalismo asesor hasta el bochornoso paternalismo opresor. Al cabo, una vez nos empezamos a cuestionar si consumidores y comerciantes son lo suficientemente mayorcitos como para llegar a acuerdos sobre cuándo comprar y vender, ¿acaso no se impone plantearse lo mismo con respecto a qué partido político votar? ¿O es que un ciudadano puede escoger sin problemas las siglas de aquellos que van a ejercer la coacción sobre 47 millones de españoles pero, al tiempo, puede no ser lo bastante maduro como para optar entre comprarse un par de zapatillas ora el viernes ora el domingo?
Ya puestos, ¿por qué no avanzar hacia la reintroducción de las cartillas de racionamiento, auténticos centinelas contra el consumo irresponsable, impulsivo e insostenible? Al menos así se caerían las máscaras y ya tendríamos claro que los chicos de Facua no aspiran a promover nuestro consumo responsable, sino a ser los responsables de nuestro consumo.
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