El vía crucis de los moderados. Eduardo Goligorsky

El 23 de julio de 1986 El País publicó, con motivo del primer centenario de Salvador de Madariaga, un artículo sobre su pensamiento político, firmado por el profesor Francisco J. Bobillo, en el que se leía:

Sin militar en ningún partido, formó parte de esas imprecisas filas de lo que ha dado en llamarse la tercera España. Grupo heterogéneo, disperso e invertebrado, compuesto por intelectuales que se sintieron decepcionados por la evolución de la República (después de una alborozada colaboración inicial), no se avinieron con el Frente Popular y se opusieron, por lo común, al levantamiento militar.

Discrepantes, en general, de las izquierdas, muy críticos con los estallidos populares durante la República –huelgas, manifestaciones, ocupaciones de tierras, levantamiento de octubre de 1934, anticlericalismo y violencia callejera–, defensores de una difícil armonía social en una España dividida, no podían identificarse con las propuestas de Largo Caballero, ni tranquilizarse con la creciente influencia comunista a lo largo de la guerra.


Allí escribió [Manuel Chaves Nogales], entre enero y mayo de 1937, un libro de relatos breves, A sangre y fuego, en cuyo prólogo nos proporciona un autorretrato enriquecido por la ironía:

Yo era eso que los sociólogos llaman un "pequeño burgués liberal", ciudadano de una república democrática y parlamentaria (...) Ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo. Cuando iba a Moscú y contaba al regreso que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero en fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad de intelectual liberal, ciudadano de una república democrática y parlamentaria.

Chaves lo explica sin ambigüedades:

La verdad, entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguiz de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo, por la parte habitable del mundo que nos queda (...) El resultado final de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras (...) Y, aunque sienta como una afrenta el hecho de ser español, me esfuerzo en mantener una ciudadanía española puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme.

Más adelante, Chaves formula un vaticinio tan tétrico como realista:

El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores. ¿De derecha? ¿De izquierda? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto, con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende.

Por su parte, Francesc de Carreras cita otros fragmentos de aquel prólogo que reflejan con claridad meridiana la hostilidad de Chaves contra toda forma de totalitarismo y su conciencia de las debilidades del género humano:

Con el debido respeto, todo revolucionario me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario (...) Mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y la crueldad (...) Pero la estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España (...) Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos (...) Un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos suficientes para haber sido fusilado por los unos y por los otros.


Trapiello recuerda que el vía crucis del moderado Chaves Nogales guarda un patético paralelismo con el de Clara Campoamor, quien escribió:

Dejé Madrid a principios de septiembre [de 1936]. La anarquía que reinaba en la capital ante la impotencia del gobierno y la absoluta falta de seguridad personal, incluso para los liberales –o quizá sobre todo para ellos–, me impusieron esa prudente medida. Si la gran simpatía que una siente siempre por quienes se defienden puede ir hasta explicar los errores populares, se niega en llegar hasta el sacrificio oscuro e inútil de la propia vida. Se sabe también que los autores de los excesos, o los que han tolerado que se cometan, siempre encuentran excusas, aunque sólo consistan en pretender que hay que juzgar las revoluciones en su conjunto y no en sus detalles, por elocuentes que sean. ¡Yo no quería ser uno de esos detalles sacrificados inútilmente!

Clara Campoamor, nacida en 1888, no era una recién llegada a la causa republicana. Según el estudioso Luis Español Bouché:

No era la señorita Campoamor una chica bien con tiempo y recursos para cultivarse, una sufragista de salón, sino unacurrante, que no habiendo podido concluir sus estudios de Bachillerato tuvo que ponerse a trabajar a los trece años para vivir: de modistilla primero, de dependienta de un comercio, de auxiliar de telégrafos, de profesora de adultos, de secretaria de un periódico, de traductora.

En 1924 se recibió de abogada, en 1926 era una figura sobresaliente del feminismo, en 1929 se afilió a Acción Republicana y en 1931 al Partido Radical de Alejandro Lerroux y a la masonería. Ese mismo año conquistó su escaño de diputada por Madrid (las mujeres no podían votar pero sí ser candidatas) e ingresó en la Comisión Constitucional, donde inició una denodada campaña a favor del voto femenino. Tropezó entonces con la oposición de las socialistas Victoria Kent y Margarita Nelken, y también con la de Lerroux: todos ellos pensaban que las mujeres, influidas por la Iglesia, votarían a la derecha. Finalmente Clara Campoamor logró que su proyecto se convirtiera en realidad, pero en las elecciones de 1933 perdió su escaño.


La revolución española vista por una republicana, de Clara Campoamor (Espuela de Plata, 2009), retraducido al español y anotado por Luis Español Bouché a partir de la edición traducida al francés que se publicó en 1937. En él, la exiliada se desahoga sin pelos en la lengua:

¿Fascismo contra democracia? No, la cuestión no es tan sencilla. Ni el fascismo puro ni la democracia pura alientan a los dos adversarios. La confusión que reina en todos aquellos países que se muestran interesados o angustiados por nuestro espantoso drama nacional, confusión que amenaza sumirlos a todos en el error, se origina en este impreciso esquema de los móviles de la lucha (pág. 76).

Esta doctrina ingenua [el anarquismo] –aunque enemiga de toda dictadura– ha hallado amplio eco entre las masas. Ha apiñado a su alrededor a todos los iluminados que la propagan, a todos los ignorantes y los simplones que la aceptan, a todos los malhechores y delincuentes que se aprovechan de ella. Para comprender el hecho de que llegue a convertirse en una seria amenaza hay que considerarla a través de tres elementos: misticismo nihilista, individualismo exaltado y bandolerismo (pág. 140).

Los responsables republicanos han puesto todos sus triunfos al servicio de los intereses específicos del partido socialista, un partido socialista que, además, ha abandonado su clásico carácter evolucionista para convertirse en revolucionario (págs. 143-144).

La difícil situación de los gubernamentales ha desenmascarado el interés que los soviéticos ponen en el triunfo de los comunistas en España. No sólo el envío de armas y de municiones se ha hecho a la luz del día sino que los rusos toman una parte activa, incluso dirigente, en la ofensiva del ejército gubernamental. Los representantes de los soviéticos se encuentran actualmente mezclados en todas las actividades de los partidos obreros en Madrid, y, con su presencia, tratan de comunicar a las milicias gubernamentales entusiasmo y valor. Pero su presencia ha llevado a todos los republicanos a dejar el país cuando les ha sido posible, aun a costa de jugarse la vida. Todos aquellos que no quieren ver a España convertida en sucursal de los soviéticos se separan del gobierno (pág. 145).



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