Comencemos con las justificaciones, al fin y al cabo, todos somos humanos, y todos, desde el más humilde de los súbditos, hasta el Rey – disculpe su Majestad – y desde el ateo más convencido, hasta el mismísimo Papa – y que me perdone su Santidad – nos deshacemos de los gases acumulados en el interior del cuerpo por el mismo procedimiento, eso sí, con más o menos habilidad a la hora de disimularlo.
El origen de lo que llamamos flatulencias (siendo finos) o de los pedos, peos o cuescos (que, siendo menos finos, son algunos de los nombres de guerra que le aplican en distintos lugares) está, en parte, en el aire que ingerimos al tragar saliva, alimentos o bebidas, en los gases que se generan cuando los alimentos reaccionan con los ácidos del estómago o con los fluidos del intestino y, fundamentalmente, porque, al alimentar a las bacterias que abundan en el interior de nuestros intestinos, éstas nos pagan con gases abundantes y, a veces, poco recomendables para olfatos delicados.
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