Vía Arcadi Espada.
Estaba Lutz, estaba Wallenberg, estaba Perlasca, en el friso de homenaje de la gran sinagoga. Estaban todos, menos Sanz Briz. Me vi obligado a presentar una queja formal en nombre de España. O quizá fuera en nombre de la roja. Me falta memoria en los momentos decisivos. El director del museo, muy amable hasta entonces, no se tomó nada bien la queja. Murmuró hoscamente algo que nuestro anfitrión húngaro, el profesor Harsanyi, no supo bien cómo traducir. Luego me dio las gracias con sequedad. Lo interesante es que ni él ni nadie supieron explicar las razones de la ausencia del diplomático español en la zona candente del museo del Holocausto. Pero no hay más razón que España.
La historia del Budapest del final de la guerra, y las actividades del diplomático español Sanz Briz y del agente comercial Giorgio Perlasca es complicada. La explicaremos con detalle y brío en su momento. Pero por debajo y encima de todo está España. La pusilanimidad española. Sus complejos. Su irrisorio lugar en el mundo moderno. Un hombre que tiene —documentada— la salvación de cientos, tal vez miles, de ciudadanos húngaros es echado para un lado en el propio Budapest a causa de su incómoda condición de administrativo franquista. Sanz Briz no es un héroe romántico, naturalmente. No lleva la gabardina bogartiana de Wallenstein ni desaparece como él en el misterio central de nuestro tiempo, allí donde se cruzan Auschwitz y el Gulag. No adoba (¡reader!) su aventura con los ingredientes de arrojo e impostura de Perlasca,cavalier seul. Da mal en las películas. Pero es un frío desafío racional: ¿cómo y de qué manera un aliado objetivo de Hitler quiso y pudo salvar a las víctimas del nazismo? Para que su trabajo de cabildeo y compostura, de compromisos y pacto, de atildado engaño, de todas esas maniobras, en fin, que se desvanecen con la luz pueda alcanzar la galería de los héroes de la sinagoga se necesita la fuerza motriz de un país que defiende a sus héroes, sea cual sea la retórica que usen. Algo así como Francia. ¿Alguen se imagina la furia de Francia si uno de los suyos fuera excluido así?
Como luego tengo cita en la embajada con el cordial y bien instruido encargado de negocios, Pablo Zaldívar, aprovecho para prolongar mi ira de expañol:
—Si no en nombre de la Patria, que sea en nombre de la Ciencia. Pero protesten ustedes, por favor.
Y lo descansado que me siento al salir al sol rosado que proyectan, frente a la embajada, los muros del palacio Podmanizcky, héroe y princesa.
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