Vía Arcadi Espada.
La visita al museo del Holocausto acaba en la vieja sinagoga adyacente. Diáfana. El cicerone del museo echa una mirada de admiración y tristeza.
—Muy bella, pero vacía.
En efecto. Ya no hay culto. La comunidad que la levantó y la sostenía desapareció. El asesinato de los judíos húngaros fue un capítulo especialmente cruel y fulgurante de la matanza nazi. Medio millón de personas fueron exterminadas en Auschwitz, Bergen-Belsen y en campos húngaros. En solo semanas, con los soviéticos rodeando Budapest, los americanos en el continente y la guerra inexorablemente perdida. La crueldad en la propia ciudad fue devastadora y de una estética singularísima. Los miembros del partido nazi autóctono, los nyilas, iban a buscar a sus víctimas, las llevaban a orillas del Danubio, las ataban indisolublemente por parejas y les disparaban a la cabeza. Sólo a una: la otra caía viva al río. Al parecer morían descalzos, porque los zapatos eran un bien preciado. Este es el sentido del homenaje que se levanta, apenas unos centímetros del suelo, en uno de los muelles del Danubio. Anteayer fui a verlo. Ahí va, pero con resquemores. Fotografiar me resulta violento. Imaginar me resulta antipático y cada vez más inmoral. No sé qué voy a hacer en esta vida.
El Budapest de los nylas, con los soviéticos apretando el cerco. Miles de judíos hacinados en las casas protegidas. Y un puñado de hombres, tratando de evitar su muerte. El sueco Wallenstein, el suizo Lutz, el italiano Perlasca, el español Sanz Briz. Ahí deben de estar todos ellos, en el friso de fotografías de la sinagoga que honra a los héroes y hacia donde el director del museo me lleva.
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