¿Adónde va la democracia? Friedrich A. Hayek. 8 de octubre de 1976

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Por este motivo, me preocupa cada vez más la creciente pérdida de fe en la democracia entre la gente que piensa. Es algo que no podemos seguir ignorando. Se trata de un fenómeno que se está agravando precisamente en el momento en que –y acaso en parte porque– la palabra mágica democracia se ha hecho tan poderosa que todos los límites que tradicionalmente se han puesto al poder del gobierno están desapareciendo ante ella. A veces parece como si la suma de demandas que se formulan por doquier en nombre de la democracia haya alarmado de tal manera incluso a personas rectas y razonables, que una reacción contra la democracia en cuanto tal se está convirtiendo en un serio peligro. Sin embargo, lo que actualmente está poniendo en peligro la confianza en una democracia tan ampliada en sus contenidos no es el concepto fundamental de la democracia, sino las connotaciones que se han venido añadiendo al significado originario de un tipo particular de método de toma de decisiones. Lo que está sucediendo es precisamente lo que algunos temían a propósito de la democracia ya en el siglo xix. Un método saludable para llegar a tomar decisiones políticas que todos puedan aceptar se ha convertido en pretexto para imponer fines sustancialmente igualitarios.


De este modo nació la democracia ilimitada, y cabalmente esta democracia ilimitada, no la simple democracia, es el problema actual. Toda la democracia que conocemos hoy en Occidente es más o menos una democracia ilimitada. Es importante recordar que si las peculiares instituciones de la democracia ilimitada que hoy tenemos fracasaran algún día, ello no significaría que la propia democracia haya sido una equivocación, sino sólo que la hemos ensayado de una manera equivocada.


Creo que un gobierno sometido a la ley constituye aquel valor más alto que en otro tiempo se esperaba fuera preservado por los guardianes de la democracia.


Un cuerpo legislativo sin limitaciones, al que no se prohíbe por convenciones o normas constitucionales decretar medidas intencionadas y discriminatorias de coerción, como aranceles o impuestos o subvenciones, actuará inevitablemente sin atender a principios. Aunque no faltan intentos para disfrazar esta compra de apoyo como ayuda beneficiosa a quien lo merece, la apariencia moral no puede ciertamente tomarse en serio. El acuerdo de una mayoría sobre el modo de distribuir beneficios y ventajas arrancadas a una minoría disidente no puede pretender un reconocimiento moral por su modo de obrar, aunque se recurra a la ficción de la justicia social. Lo que sucede es que la necesidad política creada por el actual sistema institucional produce convicciones morales no viables o incluso perjudiciales.


El secreto de un gobierno decente está precisamente en que el poder supremo debe ser un poder limitado, un poder que pueda establecer normas que limiten a otro poder, y que pueda por tanto poner límites pero no dar órdenes al ciudadano privado. Toda otra autoridad se basa así en su compromiso a respetar normas que sus sujetos reconocen: lo que hace una comunidad es el reconocimiento común de las mismas normas.


La solución del problema, como ya sugerí antes, parece estar en la separación de las tareas realmente legislativas de las gubernativas respectivamente entre una asamblea legislativa y otra gubernativa. 


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