Vida de château (XIX) por Arcadi Espada

Reflexión de Espada sobre el progreso y los animales.

Destaco:

Los animales sólo me dan asco y/o miedo. Últimamente hasta comerlos me da aprensión, lo que yo doy más a la civilización que al envejecimiento. No me hace del todo feliz esta circunstancia, pero las cosas se han producido así y no de otra forma. En el campo se aprecia perfectamente, y por contraste, cuál ha sido una de las grandes conquistas del progreso: esto es la radical separación entre hombres y animales.

Esta seca sensación urbana de que nada te corre piernas arriba.

 
 
COMENTARIO:
 
Durante la siesta tuve una experiencia darwinista. Sigilosamente, y mientras yo dormía, un dragón se deslizó por mi cama e hizo una deposición a un palmo de mi nariz. «La deposición del día», decía el fino Soldevila cuando dejaba su full de dietari en manos del cajista. La deposición normal del dragón es como una pepita de sandía con una pequeña mancha blanca. Compacta y dura. La cuestión darwinista es que me despertó el olor, una vella i coneguda olor. Hasta aquel momento yo ni siquiera sabía que los dragones escribían fulls de dietario. Pero una tarde de consultas entre los lugareños dio como resultado que, en efecto, un dragón había realizado esas sorprendentes maniobras durante mi siesta. La certeza me produjo una gran repugnancia retrospectiva.

El caso fue el asunto central de la cena, celebrada con gran éxito en la casa pequeña, y acabó proyectándose hasta los animales en general. El patrón, por ejemplo, explicó algunas de sus experiencias en la Guinea de los años 50, que debía de ser mucha Guinea. Un cazador Lasaleta, que vivía en pleno bosque. Tenía Lasaleta unas serpientes en cautividad (cerastes) cuya mordedura era rápida y mortal. Pero sólo si se producía con la serpiente en ayunas: si la serpiente había comido no había peligro en al menos 12 horas, eso contó. Una día Lasaleta se fue a cazar. Volvió. Le preguntó a la negra si había dado de comer a sus serpientes y la negra asintió. Así metió la mano en la caja y se puso a jugar con las serpientes. Una le mordió. La mordida le pareció rara y violenta, pero no había nada que temer. Fue hasta la negra pidiéndole agua y vendas. Pero hubo un súbito cambio de plano. Al verle, la negra se puso a llorar. Lasaleta la examinó en silencio durante unos segundos.

—No le diste la comida, verdad?

—No, Masa, no. Se me olvidó —y daba gritos horrísonos.

Lasaleta no dijo nada más. Se fue a su escritorio, levantó la tapa, y escribió unas cartas a sus parientes cuyo asunto central es que iba a morirse. Y, en efecto, murió en el término de un día, y entre grandes delirios.

El patrón lo explica muy bien, imitando la noble frialdad del cazador. Se guarda un efecto final.

—Aquí también hay cerastes… —noto que me miran, pero yo me limito a mirar al anfitrión, más silencioso, pero no menos letal—. Aunque son pequeñas e inofensivas.

Los animales sólo me dan asco y/o miedo. Últimamente hasta comerlos me da aprensión, lo que yo doy más a la civilización que al envejecimiento. No me hace del todo feliz esta circunstancia, pero las cosas se han producido así y no de otra forma. En el campo se aprecia perfectamente, y por contraste, cuál ha sido una de las grandes conquistas del progreso: esto es la radical separación entre hombres y animales.

Esta seca sensación urbana de que nada te corre piernas arriba.

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