Destaco:
A estas alturas del siglo XXI creía estar curtido en lo que toca al grado de estupidez a que puede llegar nuestra especie. A mi entender, la oficialización de una autocomplaciente versión de la guerra civil impulsada por el gobierno de Zapatero había colmado todo lo que la imaginación podía crear en punto a estulticia y cinismo en España. Pero no. Estaba en un notorio error. En este país somos capaces de alcanzar abismos aún más grotescos y delirantes. Mientras Inglaterra, Francia y Rusia se sirven de la persona y obra de sus creadores más célebres para mayor gloria de la cultura e historia nacional, mientras Francia, por ejemplo, lee sin estridencias el Viaje al fin de la noche del colaboracionista Céline, o Rusia se conmueve con los poemas de amor y las increíbles metáforas del revolucionario Maiakovski, aquí, en España, seguimos hablando el lenguaje del inquisidor, desatando adhesiones entusiastas o abjuraciones feroces, malgastando el tesoro de nuestras letras mediante absurdos procesos ideológicos.
Lo he dicho en varias ocasiones. Vivimos una época de sospechosas simplificaciones, una época que bajo la vestidura de la tolerancia imita la retórica aterradora de las dictaduras más siniestras del siglo XX. Consecuencia de ello es esa manía de ver el pasado como algo que puede reprocharse a quien no comparte nuestras ideas, o esa insensata división de la humanidad entre «izquierdas» y «derechas», «buenos» y «malos». Como si nuestro paso sobre la tierra, el complejo azar de la vida, pudiera reducirse al esqueleto mental de una novela de caballerías. O peor aún, al vocabulario del imperturbable Saint Just, quien, en medio del coro de la Revolución francesa, mientras los matarifes instalaban la guillotina en las plazas, mientras el filántropo Marat reclamaba con sus gritos doscientas setenta y tres mil cabezas, alzaba su voz para exclamar: «Demostrad vuestra virtud o entrad en las cárceles».
ARTÍCULO:
1945... Noviembre de 1945. Un extranjero camina por las calles nocturnas de San Petersburgo, casi sin ver los graves daños causados por el asedio alemán de la Segunda Gran Guerra. Su nombre es Isaiah Berlin, un intelectual de origen ruso, un profesor de la Universidad de Oxford y diplomático de la embajada británica. Se dirige al viejo y destartalado palacio de Sheremétev, en el canal del Fontanka. Allí le espera Anna Ajmátova, la más alta voz poética de Rusia en el siglo XX, la escritora que sobrevive en medio del hambre, la enfermedad y la sórdida, implacable y continua vigilancia de una policía omnipresente y obtusa.
El visitante extranjero conoce los problemas de Ajmátova con el régimen soviético, cuyos celosos guardianes la han calificado de «poetastra antipopular». Pero nunca habría imaginado que viviese de una manera tan pobre. El empapelado cuelga de las paredes; al lado de la estufa hay un sillón despanzurrado, con los muelles salidos y una pata rota; los escasos objetos de valor no adornan la habitación sino que subrayan su miseria. Lo único realmente hermoso en la casa del Fontanka es ella, Anna, a pesar de la vejez, y del horror que es la vida de quien se permite tener sensibilidad y lucidez en la patria del comunismo.
Isaiah Berlin nunca olvidó este encuentro. Al principio de la entrevista, según sus recuerdos, Ajmátova se interesó por la vida de algunas de sus amistades refugiadas en Londres, y habló de sus visitas a París antes de la Primera Guerra Mundial, o de su amistad con Amadeo Modigliani y Pasternak. Después, a medida que fue pasando la noche, habló de temas cada vez más íntimos: de su infancia a orillas del mar Negro, del San Petersburgo anterior a la Revolución y su prolífica vida artística, de la larga noche que había caído sobre la alegre ciudad de su juventud después de la Revolución de 1917 y de su soledad y aislamiento en una urbe tenebrosa que no era para ella más que el cementerio donde yacían enterrados sus amigos.
«Habló con un tono sosegado, monótono, como una princesa de un lugar remoto en el exilio, orgullosa, infeliz, inasequible, a menudo con una elocuencia absolutamente arrebatadora». Así recordó siempre Berlin a Ajmátova, que aquella noche leyó a su invitado fragmentos del libro que estaba escribiendo. «Poemas como éstos, pero mucho mejores —dice Berlin que explicó tras una pausa— fueron la causa de la muerte del mejor poeta de nuestro tiempo, a quien yo tanto amé y quien tanto me amó...» El visitante extranjero no supo entonces descifrar si ella se refería a Gumiliov —su marido— o a Mandelshtam —su amigo íntimo— porque Anna Ajmátova rompió en llanto y no fue capaz de continuar leyendo.
De todas las historias terribles de la historia del siglo XX, una de las que más me conmueve es la de Anna Ajmátova, la hermosa, anhelada y elegante poetisa a la que los inquisidores del sistema soviético humillaron y aplastaron en la oscuridad. Y es precisamente la historia de Ajmátova —y sobre todo, ese mezquino calificativo que arruinó su vida, «poetastra antipopular»— la que me ha perseguido tenazmente desde que un periodista me dejó caer con entonación de suficiencia, de ortodoxia indiscutible, casi retadora, que en mi último libro, Leer España, había recurrido a muchos más escritores de izquierda que de derecha. Yo, por comodidad, no dije nada, igual que cuando se oye un chiste repugnante y se finge una sonrisa, aunque —además de alegrarme de vivir en una democracia donde ese tipo de análisis no llevan adosados los sabidos golpes en mitad de la noche en las puertas de casa— me pregunté si el esmerado periodista también había metido en su saco de la izquierda a Polibio, Almutamid de Sevilla, Bernal Díaz del Castillo, Cervantes, Cadalso, Galdós, Borges, Álvaro Mutis...
A estas alturas del siglo XXI creía estar curtido en lo que toca al grado de estupidez a que puede llegar nuestra especie. A mi entender, la oficialización de una autocomplaciente versión de la guerra civil impulsada por el gobierno de Zapatero había colmado todo lo que la imaginación podía crear en punto a estulticia y cinismo en España. Pero no. Estaba en un notorio error. En este país somos capaces de alcanzar abismos aún más grotescos y delirantes. Mientras Inglaterra, Francia y Rusia se sirven de la persona y obra de sus creadores más célebres para mayor gloria de la cultura e historia nacional, mientras Francia, por ejemplo, lee sin estridencias el Viaje al fin de la noche del colaboracionista Céline, o Rusia se conmueve con los poemas de amor y las increíbles metáforas del revolucionario Maiakovski, aquí, en España, seguimos hablando el lenguaje del inquisidor, desatando adhesiones entusiastas o abjuraciones feroces, malgastando el tesoro de nuestras letras mediante absurdos procesos ideológicos.
¿Exageración? Recuerden la prohibición del homenaje literario a Agustín de Foxá en Sevilla, justificado por el gobierno municipal de PSOE e IU con el argumento de que Foxá fue un diplomático al servicio de Franco y la Ley de Memoria Histórica impide la exaltación de valores relacionados con la dictadura. Hagan memoria de los dueños que tiene hoy Federico García Lorca, cuántos mangoneadores póstumos que se empeñan en erigir su fantasma en símbolo de las causas políticas del presente, cuántos herederos y administradores que ignoran que la mejor manera de conmemorarlo es leer sus poemas. Como a cualquier buen escritor.
Lo he dicho en varias ocasiones. Vivimos una época de sospechosas simplificaciones, una época que bajo la vestidura de la tolerancia imita la retórica aterradora de las dictaduras más siniestras del siglo XX. Consecuencia de ello es esa manía de ver el pasado como algo que puede reprocharse a quien no comparte nuestras ideas, o esa insensata división de la humanidad entre «izquierdas» y «derechas», «buenos» y «malos». Como si nuestro paso sobre la tierra, el complejo azar de la vida, pudiera reducirse al esqueleto mental de una novela de caballerías. O peor aún, al vocabulario del imperturbable Saint Just, quien, en medio del coro de la Revolución francesa, mientras los matarifes instalaban la guillotina en las plazas, mientras el filántropo Marat reclamaba con sus gritos doscientas setenta y tres mil cabezas, alzaba su voz para exclamar: «Demostrad vuestra virtud o entrad en las cárceles».
Sólo en este contexto de maniqueísmo detestable me explico un comentario como el del periodista que me entrevistaba a propósito de Leer España. Lo más triste es que estos nuevos inquisidores ni siquiera se dan cuenta de lo absurdo que resulta juzgar a las grandes figuras de la historia dentro de un cartabón de «izquierdas» y «derechas». Piensen en Dante, Erasmo de Rotterdam, Montaigne, Quevedo, Jovellanos, Goethe, Stendhal... La necedad de tan elemental clasificación daña la vista. ¿Por qué? Porque, como recordaba Anna Ajmátova a Isaiah Berlin mientras compartía la desgracia de su pueblo, somos algo mucho más complejo, caótico, caprichoso y cambiante de lo que nos quieren hacer creer los temibles herederos de Saint Just.
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