Reflexiones de Arcadi Espada acerca de, como el mismo dice: un déja vu empalagoso y falso que es la capacidad del deporte para refundar España.
En el artículo escribe Arcadi:
Es lo que me decía una vez un muy educado antisemita: “Lo mas cabrón de los judíos es que son como nosotros”.
ARTÍCULO:
Querido J:
Debes de recordarlo igual que yo porque entonces aún vivías aquí, y lo que es más insólito, incluso salías de casa. Los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992. Fue un espectáculo sensacional. No me refiero ahora al espectáculo deportivo, que supuso, por cierto, el nacimiento de España como potencia, la auténtica culminación del trabajo de Juan Antonio Samaranch. Tampoco me refiero al espectáculo ciudadano, a cómo los intereses olímpicos se vertebraron con la renovación de la ciudad, aquel instante febril de obras, proyectos e ideas. Hubo otro espectáculo aún más intenso y trascendente. El espectáculo íntimo, podríamos llamarle. Barcelona fue, aquellos días, una ciudad feliz. Permíteme el abuso. Aquellos días se cometieron muchas injusticias, crímenes, murió alguna gente y mucha gente maldijo su estrella. Cualquier sinécdoque sobre una ciudad resulta abusiva. Pero el espacio público barcelonés sonreía. Hasta las putas habían aceptado sin mayor gresca que las apartaran de las calles, por el mal efecto. El alcalde Maragall sintetizó entonces muy bien las cosas: «Los Juegos han sido la primera cosa importante que los catalanes hacemos en este siglo y que les parece bien a los demás». Estaba muy bien dicho. Barcelona no era un lugar sin fama. Había sido la ciudad de las bombas, famosísima. Pero esto de los Juegos, en efecto, le parecía bien a todo el mundo.
La sonrisa general tenía mucho mérito si se piensa en el malhumor nacionalista y en el predominio nacionalista. Al fin y al cabo, en el cenit de su potencia carismática, y en plena y entusiasta víspera olímpica, Maragall había ganado las elecciones municipales a Josep Maria Cullell, durísimo candidato, por el miserable margen de 70.000 votos. Los nacionalistas temen la felicidad y se emplearon a fondo. El espectáculo de la inauguración del Estadio, con goteras y abucheos al Rey, solo puede compararse a lo que había sucedio, años antes, en su visita a la Casa de Juntas de Guernica. La implicación de los nacionalistas en la campaña del “Freedom Catalonia” implicó, incluso, a alguno de los hijos del presidente Pujol. O sea que la deslealtad nacionalista con los Juegos fue épica, constante y peligrosa. Pero el día 25 de julio el Estadio abrió sus puertas. Y el nacionalismo enmudeció.
Todo empezó en la ceremonia inaugural. La flecha que lanzó el arquero se encendió. Nadie daba crédito. Lo propio es que algo hubiese fallado. No falló nada. Ni esa noche ni ninguna otra noche. Se empezaba a imponer un orgullo técnico. En Cataluña eso suponía una novedad absoluta, porque hasta el momento los únicos orgullos operativos eran patrióticos y estaban basados en derrotas. En la ceremonia inaugural había desfilado el Principe, como miembro del equipo de Vela. Llevaba la bandera de España, un gracioso canotier, y una sonrisa muy joven y limpia. Gustó. El resto lo recordarás incluso tú que aquellos días llegaste a aficionarte al bádminton y a la lucha grecorromana. Una y otra vez la bandera de España surcaba felizmente el Estadio llevándose las mas difíciles medallas, desde la natación a los mil quinientos metros. La apoteosis icónica llegó con la final de fútbol. Tres dos frente a Polonia. El Camp Nou se llenó de banderas españolas. Si uno pega la oreja al cemento puede oír aún hoy el sordo bramido: España, España. Ha quedado allí.
Estos fueron los hechos. Pero recordarás sobre todo las metaforas. Las metaforas son más pegadizas. A poco de acabada la ceremonia inaugural el alcalde Pasqual Maragall declaraba (decretaba) que los Juegos refundaban España. Era un visionario. Asi lo había llamado Jorge Semprún, entonces ministro de Cultura. El visionario del tartán. Unas pocas banderas españolas y catalanas entrelazadas en el graderío. Els Segadors” poniéndole letra a la afásica “Marcha Real”. Las dos lenguas conviviendo en un palmo de terreno, sin mayor dislexia. Párate un momento aquí que hay un poco de sombra. ¿Has pensado alguna vez en que los signos de las llamadas identidades de España y Cataluña dependen de un ancho de bandera y unas cuantas eses sordas y sonoras? Es lo que me decía una vez un muy educado antisemita: “Lo mas cabrón de los judíos es que son como nosotros”.
Vuelve al sol. Han pasado casi veinte años. En este tiempo Cataluña ha incrementado su cuota de autogobierno en todos los ámbitos posibles. No hay lugar de la vida social donde Cataluña sea hoy más dependiente de España que entonces. Y eso ha sucedido con todos los gobiernos españoles posibles: de derechas, de izquierdas, con mayorías absolutas o con minorías. Sin embargo, el que tanto se emocionó en el Estadio con la nueva España refundada aparece hoy en la televisión mientras se arrastra penosamente a una ceremonia que lo reunirá con algunos de sus antiguos enemigos: Pujol, el primero. Y el inefable Heribert Barrera. Y Joan Rigol, todo bondad inutil. Para firmar no sé qué manifiesto colectivo diciendo que som el que som i volem el que volem, y que escolta España: las oraculares reivindicaciones de un fracaso ontológico, que quiere decir en origen. Verlo ahí, entre los espectros, miembro portador de la más irreductible caspa catalana, no deja de ser turbador para nosotros que le conocimos dando saltos juveniles, traviesos, la noche del 86 en que Barcelona fue nominada sede olímpica, mientras un ceñudo Pujol a su lado no sabía qué hacer con las manos, descartada la posibilidad de abofetearle. Pero su presencia en la ceremonia tántrica, cosida a la evocación de los días refundadores del Estadio, tiene para nosotros, estarás de acuerdo, un inmenso valor.
Es decir. Ya no van a liarnos más con sus sandias metáforas deportivas. Hoy, como hace veinte años, vuelven a reproducirse las líricas en torno del valor moral y político del deporte. Hoy como ayer se especula filosóficamente con el patchwork de un equipo de fútbol diseñado por catalanes y dirigido por madrileños. Hoy vuelve la bandera de España a las calles de Barcelona y hay quien teoriza, como un borracho de farola, sobre el cruce complejo de las identidades. Qué angustia. Todas las metáforas futbolísticas son falsas. Excepto la del pensador Boskov, inmortal: “Fútbol es fútbol” Algunas, además, son dañinas. No diga Kempes, diga Videla. Por un ejemplo. El sucesor del refundador olimpico, sucesor en la presidencia y sucesor en el partido, don José Montilla, dice que ningún tribunal español está legitimado para juzgar a la nación catalana. Gol. Gol de España. Gol de la Roja. Más vale roja que rota. Qué apogeo.
La caza y captura de lenitivos patrióticos es un ejemplo perfecto del maltrecho corazón español. El problema de un país no es que organice ficciones. Los holandeses querían que Alemania fuera el finalista porque así les devolverían el golpe de la invasión hitleriana. Bien. Eso esta bien. Eso son metáforas con vuelo. Pero las metáforas españolas tienen un tristísimo aire realista. La patética carta a los reyes magos de un adulto.
Sigue con salud
A.
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