por Sandy Hingston.
Hace algunas décadas, en Mauricio, una pequeña isla frente a la costa de Madagascar, un grupo de investigadores sentó a 1.795 niños de tres años a la vez, les pusieron unos auriculares, reprodujeron un tono, esperaron unos segundos, y después les hicieron escuchar un ruido de objetos metálicos tintineando. El primer sonido, seguido del segundo, se repetía una y otra vez. Cada niño fue conectado a unos electrodos que medían la cantidad de sudor excretado en los intervalos entre los tonos. La inmensa mayoría de los niños empezó a sudar una barbaridad después de haber escuchado el primer tono, al asociarlo con el segundo y doloroso tono que le seguía.
Veinte años después, los investigadores identificaron a 137 de esos niños que al crecer tuvieron antecedentes penales —detenciones por temas de drogas, infracciones de tráfico, agresiones violentas—. Los juntaron con una «cohorte» de participantes con procedencias similares, pero sin antecedentes penales. Entonces compararon las pruebas de los grupos infantiles. Descubrieron que la cohorte había anticipado los desagradables segundos tonos. Pero los niños que se convirtieron en delincuentes demostraron una absoluta falta de anticipación a los tres años de edad.
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