Como se ha dicho frecuentemente en este blog (por ejemplo Manuel Bagués aquí, Antonio Cabrales aquí o Sara de la Rica aquí) los economistas pensamos que los “incentivos importan”. Los incentivos económicos se utilizan con frecuencia para estimular un comportamiento deseado por parte de la persona que los recibe. La “ley básica del comportamiento” implica que cuanto mayor sea el incentivo ofrecido mayor será el esfuerzo de quien lo recibe y mejor su resultado. En muchas empresas se pagan con frecuencia incentivos para motivar a sus empleados a alcanzar ciertos objetivos. En los últimos años, se ha popularizado el uso de incentivos fuera del entorno laboral. Pero, ¿realmente funcionan?. ¿Se debería pagar a los estudiantes por no faltar a clase, por ampliar sus hábitos de lectura o por sacar mejores notas?, ¿conseguirían los incentivos aumentar la contribución individual a ciertos bienes públicos, como la donación de sangre o la donación de órganos? ¿pueden ayudar los incentivos a inculcar hábitos saludables como el dejar de fumar o el hacer ejercicio?
Estas y otras aplicaciones del uso de los incentivos suelen provocar un intenso debate. Quienes defienden su uso en estas áreas argumentan que los incentivos simplemente refuerzan el comportamiento deseado porque añaden razones adicionales para llevar a cabo acciones que hasta cierto punto nos pueden resultar costosas. Por el contrario, sus detractores apuntan que los incentivos pueden sustituir la propia “motivación intrínseca” para esforzarse y que, por tanto, pueden tener efectos negativos. Esta sustitución puede tener especial importancia en el medio plazo, cuando quizá los incentivos económicos no puedan ya ser pagados, y el individuo puede haber perdido su motivación inicial para esforzarse.
El ofrecer un incentivo económico puede afectar al comportamiento de quien lo recibe de una manera que no anticipa por la teoría económica tradicional. La razón fundamental es que el mero hecho de ofrecerlo aporta información que puede influir en decisiones como cuánto esforzarse o cuánto contribuir a un bien público. Los incentivos contienen información sobre quien lo paga, sobre quien lo recibe, sobre lo costosa que es la tarea exigida o sobre la interpretación que otros puedan hacer de nuestras verdaderas motivaciones. Por ello, el diseño óptimo de incentivos es una cuestión compleja que debe tener en cuenta estos aspectos. En particular, la forma en que se ofrecen y la cuantía de los incentivos ofrecidos son fundamentales.
Un incentivo bajo puede enviar una señal de que el esfuerzo requerido no es muy apreciado, e incluso se puede llegar a tomar como un insulto y provocar que alguien se esfuerce aún menos de lo que lo hubiera hecho sin incentivo. Por ejemplo, en un experimento de campo realizado junto con Uri Gneezy, observamos que la tasa de respuesta a un cuestionario sobre hábitos de consumo de una cadena alimentaria se reduce a la mitad (del 7% al 3.5) cuando se ofrece un dólar por contestar, respecto a cuando no se ofrece ningún incentivo. Un incentivo excepcionalmente alto, podría indicar que la tarea que a uno le piden es más costosa de lo esperado, o incluso más peligrosa. Por ejemplo, se ha observado que cuando a los vecinos de un pueblo se les ofreció dinero por aceptar la instalación de una planta de residuos nucleares cerca de su vecindario, la oposición al proyecto creció de forma importante.
Los incentivos pueden cambiar la imagen que otros tienen de nosotros o incluso lo que nosotros pensamos de nosotros mismos. Cuando alguien que realiza actividades altruistas pasa a hacer la misma actividad como parte de un trabajo remunerado, puede ocurrir que pierda parte de su motivación, que quizá esté inducida por la generosidad pura pero quizá también por la buena imagen que proyecta sobre uno mismo y sobre los demás, y pase a esforzarse menos o a intentar beneficiarse, incluso ilícitamente, de su actividad.
En un artículo reciente junto con Uri Gneezy y Stephan Meier, revisamos la evidencia existente sobre los efectos anticipados que pueden provocar los incentivos en algunos de los ámbitos que he señalado. Gran parte de esta evidencia es obtenida de experimentos de campo e intervenciones públicas, que permiten compara, frente a un grupo de control en el que no hay intervención, qué ocurre cuando se ofrecen incentivos de distintos tipos y cuantías con qué ocurre cuando no se ofrecen incentivos. Veamos qué es lo que observamos respecto a las preguntas planteadas al principio de esta entrada:
1) Pagar a los estudiantes puede ser efectivo si lo que se pretende es que adquieran una nueva capacidad, como aprender a leer, o cuando los alumnos tienen claro cómo su esfuerzo se traslada en un mejor resultado (ser puntual, o llevar uniforme), pero no está tan claro que sea útil cuando los alumnos desconocen hasta qué punto sus horas de estudio se trasladarán a una mejor nota. Por mucho que un estudiante entienda el mensaje de que con un incentivo tiene mayores razones para esforzarse, puede no ser suficiente si no sabe cómo mejorar sus notas para obtener el incentivo. Además, se ha observado que estudiantes de distinto género o nivel de habilidad responden de forma distinta a distintos tipos de incentivos. En todo caso, el debate sobre el uso de incentivos en este campo es importante, pues entronca en un debate más amplio sobre no sólo la posible efectividad de los incentivos, sino también sobre su interacción en contra de una forma extendida de entender la educación, como es el inculcar sentido de responsabilidad en los alumnos, independientemente de que obtengan compensaciones inmediatas por sacar mejores notas.
2) Los incentivos económicos pueden conseguir que aumenten las donaciones de sangre. Sin embargo, esto podría provocar a la vez un “efecto selección”: aquellos que donan sangre por razones altruistas o de imagen, pueden dejar de hacerlo cuando se les paga por ello. De esta forma, los nuevos donantes serán aquellos que se mueven por razones económicas. Esto puede traer efectos adversos, apartde obvios problemas éticos en el caso de la donación de órganos, si estos individuos son realmente los que tienen menor renta, pues existe hasta cierto punto correlación positiva entre capacidad económica y salud. Por ello, los incentivos económicos pueden provocar una disminución de la calidad de la sangre donada.
3) Por último, los incentivos económicos pueden ayudar a crear hábitos saludables. Cuando uno decide comenzar a ejercitarse, se observan sólo los costes a corto plazo de dicha decisión (el sudor, el dolor, la pérdida de tiempo libre) y no tanto sus beneficios a largo plazo (mejoras en salud, en estado anímico o en imagen). Por ello, los incentivos pueden dotar de una motivación inicial extra, que no sería necesaria en el medio plazo cuando se empiezan a observar las mejoras. Sin embargo, en ámbitos como el dejar de fumar, la adicción puede llegar a ser tan fuerte, que aunque los incentivos hayan funcionado relativamente bien en el corto plazo, han tenido poco éxito en crear ex_fumadores en el largo. No obstante, en ocasiones el corto plazo es vital si, por ejemplo, con el uso de incentivos podemos logar que las mujeres dejen de fumar durante el embarazo.
Anticipar las consecuencias de ofrecer incentivos implica por tanto comprender no sólo el efecto directo que pueden tener, el que asocia mayor pago a mayor cumplimiento con el comportamiento esperado, sino también los efectos indirectos a través del mensaje que envían.
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