ArturoPérez-Reverte.
La noche del 14 de abril de
1912, 99 años y nueve meses antes de que el Costa
Concordia se abriese el casco en un escollo de la isla
toscana del Giglio, el Titanic se hundió en el Atlántico Norte
llevándose a 1.503 personas. El abandono del barco fue desastroso. El capitán
Edward Smith, que pese a 34 años de experiencia profesional se comportó más
como torpe gerente de un hotel de lujo que como marino, tardó 25 minutos en
lanzar el primer SOS. Además, retrasó
la orden de abandonar el barco, disimulando esta de modo que la mayor parte
de los pasajeros no advirtió el peligro hasta que fue demasiado tarde. Después,
la falta de botes salvavidas, el mar bajo cero y los 25 minutos perdidos en la
llegada del primer barco que acudió en su auxilio, remataron la tragedia.
Cuatro
semanas más tarde, en un artículo memorable publicado en The English Rewiew,Joseph
Conrad confrontaba el final del Titanic con el hundimiento,
reciente en aquellas fechas, delDouro: un barco más pequeño pero
con proporción similar de pasajeros. El Titanic se había
hundido despacio, entre el desconcierto y la incompetencia de capitán y
tripulantes, mientras que en el Douro, que se fue a pique en
pocos minutos, la dotación completa de capitán a mayordomo, menos el oficial al
mando de los botes salvavidas y dos marineros para gobernar cada uno, se hundió
con el barco, sin rechistar, después de poner a salvo a todo el pasaje. Pero es
que elDouro, concluía Conrad, era un barco de verdad, tripulado por
marinos profesionales y bien mandados que no perdieron la humanidad ni la
sangre fría. No un monstruoso hotel flotante lanzado a 21 nudos de velocidad
por un mar con icebergs, atendido por seis centenares de pobres diablos entre
mozos, doncellas, músicos, animadores, cocineros y camareros.
Escrito
hace un siglo, el comentario conradiano podría aplicarse casi de modo literal
al desastre del Costa Concordia. Pese al tiempo y los avances
técnicos que median entre uno y otro barco, muchas son las lecciones no
aprendidas, las arrogancias culpables y las incompetencias evidentes para
cualquier marino, aunque no siempre para los armadores e ingenieros navales:
desmesura en los grandes cruceros, escasa preparación de tripulaciones, fe
ciega y suicida en la tecnología, o competencia profesional de los capitanes y
oficiales al mando. En este último aspecto, ciertos detalles en el
comportamiento del capitán del Costa Concordia, Francesco
Schettino, quizá merezcan considerarse.
Todo capitán de barco tiene dos
deberes inexcusables: gobernar su nave con seguridad y destreza y, en caso de
incidente o naufragio, procurar el salvamento de pasaje, tripulación, carga y,
a ser posible, del barco mismo. Esa es la razón de que, en otros tiempos, un
capitán pundonoroso se hundiese a veces con el barco, pues su presencia a bordo
era garantía de que todo se había procurado hasta el último instante. Y así, a
un capitán capaz de gobernar bien un barco y asegurar en caso de incidente o
tragedia la mayor parte posible de vidas y bienes, se le considera, hoy como
ayer, un marino competente.
En
la varada del Costa Concordia, en mi opinión, el concepto de
incompetencia se ha manejado con cierta ligereza. No creo que el capitán
Schettino fuese un incompetente. Treinta años de experiencia y una óptima
calificación profesional lo llevaron al puente del crucero. Hacía una ruta
conocida, y la maniobra de acercarse a tierra es común en esa clase de viajes.
Además, una vez producida la vía de agua casi en la aleta de babor -lo que
significaría que ya estaban metiendo a estribor para evitar el peligro-, la
maniobra de largar anclas a fin de que, con las máquinas anegadas y fuera de
servicio, el barco bornease 180º con su último impulso para acercar el costado
a tierra y no hundirse en aguas profundas, parece impecablemente marinera y
propia de buenos reflejos. El exceso de confianza, una mirada superficial a los
instrumentos, pulsar dos veces una tecla en lugar de hacerlo tres, pudieron
bastar, a 16 nudos y en tan poca sonda, con una mole de 17 pisos y 114.500
toneladas, para que del error al desastre transcurriesen pocos segundos. Ningún
marino veterano puede afirmar que jamás cometió un error de navegación o
maniobra; aunque este no tuviera consecuencias, o estas no sean las mismas en
aguas libres de peligros que en un paso estrecho, en la noche, la niebla o el
mal tiempo, con una piedra o una restinga cerca; o, como en el caso del Costa
Concordia,a solo un cable de la costa.
En los casos mencionados, incluso
aplicando al capitán de una nave todo el rigor legal que merezca su error, es
posible comprender la tragedia del marino. Simpatizar con él pese a su
desgracia. Pero lo que sitúa a cualquier capitán lejos de cualquier simpatía
posible es su incompetencia o cobardía a la hora de afrontar las consecuencias
del error o la mala suerte. Una desgracia puede ser azar, pero no encararla con
dignidad es vileza. Si un capitán está para algo, es sobre todo para cuando las
cosas van mal a bordo. Ahí un marino es, o no es. Y Francesco Schettino
demostró que no lo era. Escapar a su deber y su conciencia fue una cobardía
inexcusable, que en tiempos menos políticamente correctos, frente a un tribunal
naval de los de antes, lo habría llevado a la soga de una horca.
Tengo
una impresión personal sobre eso. Con el auge de las comunicaciones fáciles vía
Internet y telefonía móvil, la responsabilidad de un marino se diluye en
aspectos ajenos al mar y sus problemas inmediatos. El oficial del Costa
Concordia que fue a comprobar cuánta agua entraba en la sala de
máquinas informó repetidas veces al puente, y no obtuvo respuesta porque el
capitán estaba ocupado con el teléfono. De hecho, buena parte de los 45 minutos
transcurridos entre el momento de la varada (21.58), las mentiras a la
autoridad marítima de Livorno (22.10) y la confesión final de que había una vía
de agua (22.43), así como el cuarto de hora siguiente, hasta que sonaron las
siete pitadas cortas y una larga para abandonar el buque (22.58), Schettino los
pasó hablando por teléfono con el director marítimo de Costa Crociere. Dicho de
otra forma: en vez de ocuparse del salvamento de pasajeros y tripulantes, el
capitán del Costa Concordiaestuvo con el móvil pegado a la oreja,
pidiendo instrucciones a su empresa.
Mi conclusión es que el capitán
Schettino no ejercía el mando de su barco aquella noche. Cuando llamó a su
armador dejó de ser un capitán y se convirtió en un pobre hombre que pedía
instrucciones. Y es que las modernas comunicaciones hacen ya imposible la
iniciativa de quienes están sobre el terreno, incluso en cuestiones de
urgencia. Ni siquiera un militar que tenga en el punto de mira a un talibán que
le dispara, o a un pirata somalí con rehenes, se atreverá a apretar el gatillo
hasta que no reciba el visto bueno de un ministro de Defensa que está en un
despacho a miles de kilómetros. El capitán Schettino era patéticamente
consciente aquella noche de que el tiempo de los marinos que tomaban decisiones
y asumían la responsabilidad se extinguió hace mucho, y de que las cosas no
dependían de él sino de innumerables cautelas empresariales: cuidado con no
alarmar al pasaje, ojo con la reacción de las aseguradoras, con el departamento
de relaciones públicas, con el director o el consejero ilocalizables esa noche.
Mientras tanto, seguía entrando agua, y lo que en hombres de otro temple habría
sido un "váyanse al diablo, voy a ocuparme de mi barco", en el caso
del capitán sumiso, propio de estos tiempos hipercomunicados y
protocolarizados, no fue sino indecisión y vileza. Además de porque era un
cobarde, Schettino abandonó su barco porque ya no era suyo. Porque, en
realidad, no lo había sido nunca.
Sé
que puede hacerse una objeción comparativa a esta hipótesis, y que precisamente
es de índole histórica: el capitán del Titanic también se
comportó con extrema incompetencia en el abandono de la nave, y su pasividad
tuvo relación directa con la muerte de millar y medio de pasajeros; sin
embargo, Edward Smith no tenía teléfono móvil. En 1912 solo había telegrafía de
punto-raya en los barcos. Eso permitiría suponer que, en ese caso, las
decisiones erróneas sí fueron suyas. Quizá lo fueran, desde luego; nada es
simple en el mar ni en la tierra. Pero no por falta de comunicación directa con
sus armadores de la White Star. La noche del iceberg y la tragedia, a bordo
del Titanicviajaba el presidente de la compañía naviera. Que estuvo
en el puente y sobrevivió ocupando un lugar libre en los botes.
Arturo
Pérez-Reverte es
escritor, navegante y autor de varias novelas y libros de tema náutico.
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