Aparte del especulador, el individuo más odiado de una economía de mercado es el rentista, es decir, aquellos capitalistas que no dirigen sus negocios, sino que simplemente han invertido sus ahorros en una empresa y perciben una renta periódica (en concepto de intereses o dividendos) que les permiten vivir sin trabajar. El público parece tolerar a los capitalistas que trabajan día a día para sacar adelante su compañía, pues su contribución a la creación de riqueza parece bastante directa e inmediata –trabajan, ergo hacen algo y merecen cobrar por ello– pero desprecia a los rentistas: Keynes incluso proponía practicarles la eutanasia.
Al cabo, estos sujetos no pegan ni golpe y viven del sudor de la frente ajena. ¿Realmente sirven para algo? ¿Cuál es exactamente la contribución a la producción de bienes y servicios del sujeto que está todo el día tumbado en la hamaca con un mojito en la mano? ¿Acaso no podrían expropiársele sus propiedades y repartirlas entre los trabajadores sin que nada cambiara (o incluso mejorando las cosas, pues los trabajadores gastarían más dinero y estimularían la industria)?
Nuestra intuición así nos lo sugiere. Los bienes y servicios que consumimos proceden de utilizar tres instrumentos: las materias primas, el trabajo y los bienes de capital. Por este motivo, los economistas clásicos defendían que los bienes y servicios fabricados debían repartirse entre los terratenientes (rentas de la tierra), los trabajadores (salarios) y los capitalistas (beneficios e intereses). Sin embargo, el marxismo planteó una cuestión cuando menos interesante: si los bienes de capital proceden, a su vez, de las materias primas y el trabajo, ¿acaso los capitalistas no se están apropiando de unas rentas que, en realidad, les deberían haber correspondido a terratenientes y trabajadores (y, en verdad, si la propiedad de la tierra fuera comunal, sólo a los trabajadores)?
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