Nuestros políticos se han mostrado muy renuentes tanto a reducir el gasto como a eliminar regulaciones, señal de que o bien están muy desorientados acerca de cómo superar la crisis o, más probablemente, de que prefieren la quiebra de la nación antes que renunciar a su control sobre la economía (sobre todo cuando ese control se ejerce en beneficio de ciertos grupos de presión). Por eso, toda medida encaminada o a recortar el gasto o a suprimir regulaciones ha de ser bienvenida: no porque vaya a sacarnos por sí sola del hoyo de la depresión, sino porque marginalmente contribuye a hacerlo. Vamos, que con ajustes parciales seguiremos mal, pero menos mal que si no se hiciera nada o si se hiciera en la dirección opuesta a la requerida.
Así las cosas, puede que la liberalización de horarios comerciales que está estudiando el Gobierno regional de Esperanza Aguirre no sea tan grande como a muchos nos gustaría (¿por qué no extenderla también a las tiendas con una superficie útil superior a los 750 metros cuadrados?) ni que por sí misma vaya a arreglar el desaguisado del tejido productivo español, pero sin duda ampliará de manera apreciable las posibilidades de ganar dinero facilitándoles la vida a los demás en el comercio minorista. Lo que carece por completo de sentido es lo que sucede en el resto de España: que uno no pueda abrir su tienda a las dos de la madrugada entre semana o a las dos de la tarde un domingo, aun cuando resulte rentable hacerlo. ¿Acaso hemos olvidado qué significa que algo sea "rentable"? Pues que hay suficientes consumidores dispuestos a pagar, a cambio de los servicios ofrecidos, una cantidad de dinero lo bastante elevada como para compensar el estar trabajando durante esas franjas horarias señaladas. Todas las partes –consumidores, empresarios, trabajadores– salen ganando, ¿cuál es entonces el motivo de prohibirlo?
Simple y llanamente que otros comerciantes prefieren no abrir y temen perder clientela frente a los que sí están dispuestos a hacerlo.
Fuente: Francisco Capella.
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