Difícilmente podría ser de otro modo. Es cierto que muchas personas preferirían que en la cooperación social a gran escala no participara de forma decisiva el vil metal, sino que ésta se articulara a través de un sistema de fraternales intercambios de favores entre personas que se conocen, se aprecian y se respetan: yo te rasco la espalda para que tú me rasques la mía. Pero semejante sistema no funcionaría, o al menos sólo lo haría en ámbitos sociales tremendamente reducidos: cuando limitamos nuestras relaciones económicas a nuestras relaciones personales, es evidente que la división del trabajo no puede alcanzar dimensiones demasiado elevadas. Simplemente, no poseemos ni somos capaces de manejar la suficiente información como para organizar y coordinar a miles de millones de personas.
Los paradoja que los anticapitalistas son incapaces de resolver es que para extender la cooperación humana a ámbitos extensos necesitamos recurrir cada vez más a transacciones monetarias impersonales, mientras que para teñir estas relaciones de camaradería será necesario recluirlas a ámbitos locales e incluso vecinales. El cosmopolitismo y el internacionalismo económico requieren de personas que tomen la mayor parte de sus decisiones productivas (qué bienes fabricar, qué métodos emplear, dónde distribuirlos...) en función del lucro dinerario; sólo el provincianismo económico, el no entrar en contacto ni colaborar con los millardos de personas que jamás llegaremos a conocer, es compatible con sistemas organizativos cuyo principio operativo no sea el ánimo de lucro.
[E]l ánimo de lucro, por muy desenfrenado y obsesivo que sea, resulta beneficioso socialmente siempre que respete la propiedad privada y los contratos: es decir, siempre que las relaciones sean voluntarias en su origen y en su desarrollo.
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