Es cierto que no fue la deuda pública la que desató la crisis actual, sino más bien una acumulación de deuda privada de pésima calidad que fue espoleada por un sistema bancario privilegiado y respaldado por ese monopolio público de la emisión de dinero que es el banco central.
Sin embargo, desde que en 2008 se vino abajo el sistema financiero internacional, las mayores emisiones de deuda pública de nuestra historia no le hicieron ningún bien a la economía. El credo keynesiano fracasó como en realidad siempre había fracasado, y ahora, tres años después, nos encontramos con una economía que, gracias al dinamismo del sector privado, ha corregido una parte de los desajustes presentes en 2008 pero a la que se le ha añadido un Himalaya de deuda pública a sus espaldas.
Al cabo, la manera que hallaron los gobiernos para convencernos de que sabían lo que hacían, de que iban a arreglar las cosas en un periquete, de que podíamos arrojarnos sin miedo a los brazos del Leviatán, fue sustituir la burbuja inmobiliaria por la última de las burbujas que es capaz de soportar una economía basada en el papel moneda: la burbuja de la deuda pública.
Inteligentes ellos, nuestros políticos, obligaron a los bancos privados y centrales a que les compraran toda su deuda, pues así, nos juraban, conseguirían estimular la economía, relanzar el gasto y volver a crear empleo. Pero no, las cuentas de la vieja del keynesianismo fracasaron y ahora esos bancos se encuentran como con las subprime en 2008, sólo que en esta ocasión la deuda basura es la de nuestros gobiernos y, por tanto, si esta vez quiebran no habrá red que los rescate.
No, en contra de lo que vociferan los socialistas, la tan predicada como poco practicada austeridad de los gobiernos no es ninguna receta mágica para lograr una recuperación. Es simple y llanamente el requisito ineludible para que no suspendamos pagos. Mientras esa amenaza siga en el horizonte, que nadie sueñe con recuperación alguna. Primero, pongamos orden en las finanzas del Estado.
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