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Lo que no podían evitar eran los vuelos, para los que sí había un acuerdo firmado en noviembre de 1945 entre las cuatro potencias. Stalin accedió a él porque no consideraba que supusiesen un problema. Por aire se podía transportar muy poca carga y era materialmente imposible alimentar y calentar a una ciudad de dos millones de habitantes mediante aviones. Clay se puso a hacer cálculos y los números que le salieron eran para asustar al más optimista. La ciudad necesitaba diariamente un mínimo de 5.000 toneladas de suministros, 1.500 de las cuales eran alimentos como cereales, tocino, patatas o leche, y el resto combustible, básicamente carbón.
Tunner se las ingenió para que un cargamento de diez toneladas de carbón se descargase en sólo diez minutos con un equipo de doce personas, todos alemanes que, motivados por el afán de los aliados, acudían en manada hasta el aeropuerto para colaborar gratuitamente en las labores de descarga. A finales de agosto se alcanzaron las 5.000 toneladas diarias y Berlín consiguió la autosuficiencia. Los soviéticos, entretanto, redoblaron sus esfuerzos para quitarle importancia a un puente aéreo que, según ellos, duraría lo que el verano. Luego, cuando el intratable invierno berlinés impidiese volar, sus habitantes se las tendrían que ver a solas con el frío y el hambre.
700 aviones de 18 modelos diferentes habían transportado dos millones y medio de toneladas de alimentos y combustibles durante 15 meses en casi 300.000 vuelos. 25 aparatos se estrellaron matando a 71 aviadores americanos y británicos. El coste total de la operación ascendió a los 224 millones de dólares (unos dos mil millones actuales). A cambio, Berlín sobrevivió a la codicia soviética y sus dos millones de habitantes se salvaron de una esclavitud segura.
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