Qué sensibilidad la tuya, figura por Cristian Campos

Hace unas semanas visité a un amigo al que habían ingresado en un hospital público de Barcelona. En la puerta, un grupo de 30 o 40 trabajadores del centro aporreaba cacerolas y cantaba eso de “el pueblo unido jamás será vencido”. Gente original, ya ven. Protestaban por los recortes, claro. Vi mucha pegatina de los sindicatos habituales y mucha referencia al 15M. También muchas ganas de reventar el mismo sistema que les paga su a todas luces inmerecido sueldo.
Varios de los coches que pasaban por delante del cipostio frenaban para darle al claxon y sumarse así a la juerga. Gente solidaria, ya ven. Solidaria con los dodecafonistas de las cacerolas, claro, no con los enfermos. La cacerolada, que se oía con meridiana claridad desde el interior del centro, duró unos 30 minutos aproximadamente.
Media hora de ruidaco infernal, en la puerta de un hospital, a cargo de aquellos que teóricamente deben cuidar de la salud de los enfermos.
Juraría que una de las personas que se encontraba en la recepción, probablemente el familiar de un ingresado, se reprimía las ganas de salir a la calle a repartir hostias como panes entre la concurrencia. Quizás una sola hostia. No un guantazo violento, de poligonero con coche tuneado amarillo, sino un guantazo de padre, de puerta giratoria, limpio, categórico, redondo, ceremonioso, fastuoso, audible y ejemplarizante, con la palma de la mano abierta, uno de esos que te quitan de golpe las ganas de seguir haciendo el berzas.
Pero eso no ocurrió, obviamente. En este país, el monopolio de la violencia no lo ostentan los poderes públicos ni los ciudadanos de bien, sino la izquierda. Es esa violencia diaria que de tan cotidiana ha pasado a formar parte del paisaje: la de un tipo que se pone a aporrear una cacerola en la puerta de un hospital sin que nadie le chiste. La de un tipo que revienta el escaparate de la tienda de un pequeño empresario porque él piensa no sé qué mierda del capitalismo. La de un tipo que planta la tienda de campaña en el centro de la segunda ciudad más importante del país y se pone a mear en los mismos parterres en los que poco antes ha plantado tomates. La de ese universitario de apenas 19 años que tiene los santos cojones de cortar la principal vía de acceso a la ciudad y decidir qué coches pasan y cuáles no con ínfulas de dictador bananero.
Esa escena la he visto yo. En TV3, concretamente. Un tipo de unos 50 tacos, con su coche parado en medio de la Avenida Diagonal por una sentada de los del 15M, suplicándole a un niñato que le deje pasar porque no va a llegar a tiempo al trabajo. Y el niñato, después de pensárselo unos segundos para que el tipo sufra un poco y se macere en la impotencia, después de remolonear y amagar con que se larga dejándolo ahí plantado, se gira en el último momento y ordena magnánimo a sus pelotas de turno: “venga va, dejadlo pasar”. Los pelotas se levantan del suelo con toda la parsimonia del mundo, se sacuden el polvo del culo, sonríen a las chavalas del corro y dejan el hueco necesario para que el pobre desgraciado pase. Y la guardia urbana, plantada a 10 metros de esa escena, sin intervenir y desviando el tráfico hacia una calle secundaria para no molestar a los señoritos.
Pero lo más humillante es que el tipo del coche, al pasar al lado de los Goebbels de pacotilla, frena, saca la cabeza por la ventanilla, la agacha y, sin ironía alguna, dice “gracias”.
“Gracias”.
Si esto no es fascismo, que venga dios y lo vea.

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