Artículo de Juaristi sobre historia, toros y España.
Destaco:
Goya fue, sin duda, el primero en captar que la guerra había establecido un nexo simbólico profundo entre el toreo y la nación, y ello se advierte con fulgurante claridad en el paralelismo entre los aguafuertes de la Tauromaquia y los Desastres, cuya síntesis conceptual había alcanzado en aquel gran lienzo taurino de 1814 (que no contiene un solo toro), La Carga de los Mamelucos, donde la masa de los jinetes napoleónicos sugiere un descomunal morlaco coronado, a modo de astas, por la cimitarra de un mameluco y el sable de un oficial francés —que unen así los estereotipos negativos del moro y del gabacho—, y asediado por una cuadrilla de improvisados torerillos a pie que apuntillan a los invasores, mientras un friso de aficionados los jalea.
ARTÍCULO:
ESTO de la prohibición del toreo no lo han inventado los nacionalistas catalanes. Conviene recordar que S.M. don Carlos III se lo quitó de en medio con una Pragmática Sanción ya en 1785 y que, aún después de la muerte del monarca, Jovellanos aplaudió la decisión en aquella excelente memoria sobre espectáculos y diversiones públicas que le encargó la Academia de la Historia. A Jovellanos no le indignaba la «diversión nacional», como la llamaban entonces sus partidarios, por los sufrimientos del bicho, sino porque mezclaba a los diferentes estamentos, aplebeyando a la nobleza. Presentó su primera Memoria a la Academia en 1790, con el telón de fondo de la movida revolucionaria en Francia y afligido por la preocupación de que en España pasara algo semejante si prosperaba la nivelación social inducida por las corridas de toros, a las que las marquesas acudían disfrazadas de majas y compitiendo en desgarro con la flor de la mancebía. No había nacido Tocqueville, ni falta que le hacía a don Gaspar Melchor.
Al toreo lo salvó de las asechanzas ilustradas la guerra contra Napoleón, que la hizo el público de los tendidos de sol mientras los ilustrados le organizaban el gobierno títere a Pepe Botella. El general Castaños, que no disponía de lanceros aristocráticos, se llevó a Bailén unas cuantas partidas de garrochistas marismeños que dieron bastante juego. En fin, los españoles de entonces ganaron la guerra a base de hacerla de la única forma que sabía hacerla el pueblo analfabeto, toreando al enemigo. Expulsados los franceses, no hubo ya margen para imponer una policía de costumbres como la de Carlos III, e incluso los defensores actuales de la Ilustración española admiten que ésta sólo triunfó, paradójicamente, en lo que Jovellanos y otros quisieron abolir: la cría del toro de lidia y la aparición del capitalismo moderno bajo las figuras del ganadero y del empresario taurino.
Goya fue, sin duda, el primero en captar que la guerra había establecido un nexo simbólico profundo entre el toreo y la nación, y ello se advierte con fulgurante claridad en el paralelismo entre los aguafuertes de la Tauromaquia y los Desastres, cuya síntesis conceptual había alcanzado en aquel gran lienzo taurino de 1814 (que no contiene un solo toro), La Carga de los Mamelucos, donde la masa de los jinetes napoleónicos sugiere un descomunal morlaco coronado, a modo de astas, por la cimitarra de un mameluco y el sable de un oficial francés —que unen así los estereotipos negativos del moro y del gabacho—, y asediado por una cuadrilla de improvisados torerillos a pie que apuntillan a los invasores, mientras un friso de aficionados los jalea.
Entiendo que a los nostálgicos de una Ilustración racionalista que aquí no tuvo entrada les siga mosqueando el atavismo torero de la identidad nacional, pero, aunque los distingo favorablemente de la manada progre que se cree más sensible y catalana prohibiendo las corridas en aras de los improbables derechos animales, aprecio más a quienes, como Goya, han intentado entender y explicar por qué somos como somos y seguiremos siendo los españoles, catalanes incluidos, a despecho de la zoofilia encubierta de los nacionalistas periféricos.
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