Leyendo a Arcadi Espada:
La primera delicia. El jardín ocupado por hombres calzados. No hay prueba mayor de la decadencia de la civilización que este alud de pantorrillas de varón hórridas, quasimodas. Ahora no recuerdo si Óscar Tusquets se ocupaba del asunto en su enérgico Contra la desnudez. El pantorrilleo viril es una de las grandes afrentas del espacio público. A la mayoría de esos tipos demediados se les nota enseguida el peligroso rasgo de no saber en qué tiempo viven. En qué tiempo privado, me refiero. Un alarde juvenil sobre rodillas de artrosis.
He recordado que un rechazo similar por la indumentaria inadecuada la tiene Arturo Pérez-Reverte, y alguna amiga suya también:
Ya saben: lorzas sudorosas a la vista y restregándose contigo en la calle Sierpes, pantorrillas peludas a tu lado en el asiento del AVE, fulanos quitándose las pelotillas de los pies en el museo del Prado, y otros horrores estacionales de esta España convertida en inmenso chiringuito playero.
Porque hace pocos días, mientras cenaba allí de chaqueta y sin corbata –un piano al fondo, gente de apariencia educada, indumentaria veraniega pero correcta en torno a las mesas– aparecieron, precedidos por un obsequioso maître, cuatro guiris que podrían llegar directamente de una playa: sudorosos, bañadores caídos, chanclas y camisetas de tirantes de ésas holgadas, que dejan el sobaco y su floresta bien a la vista. Esto, en el centro de Barcelona y a las diez de la noche. Y a esos cuatro guarros, que entraron tan campantes y sin complejos, el sonriente maître les asignó una mesa en el centro del local, para que lo hermosearan a tope.
Mi opinión es que cada uno vaya como le de la gana, no me molesta lo más mínimo ese tipo de situaciones. Eso sí cada uno en su casa puede poner las reglas que quiera, y el que no quiera respetarlas que no vaya.
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