Cocaína con bragas por José Luis Alvite

Artículo de Alvite sobre el consumo de drogas.

Muy de acuerdo con él, además en mi caso se juntaría con mi adicción enfermiza a las cosas que me gustan.

Destaco esto:

"He preferido enfrentarme a la vida de una manera consciente, con los ojos bien abiertos, seguro de que sería capaz de sobreponerme a los remordimientos sin necesidad de perder la memoria, no como mi colega, que solo quería enriquecerse con la literatura para permitirse luego la coartada moral de convertir sus vicios en costumbres. Ya te digo que jamás he sido un santo, pero, ¡qué demonios!, al menos me cabe el orgullo de asegurar que mi conciencia siempre me ha tolerado menos errores de los que a veces me habría permitido mi bolsillo".



ARTÍCULO:

Creo que un hombre contrae un vicio cuando la virtud a la que sustituye ya no le produce el placer que esperaba conseguir. ¿Y qué es un vicio? Yo creo que es algo que no depende de una clasificación moral objetiva, sino del poder adquisitivo de cada uno. Un hombre con dinero puede permitirse cualquier tentación en la seguridad de que lo suyo será visto socialmente como una costumbre, como un simple hábito, mientras que si fuese de clase media y anduviese mal de liquidez, la costumbre sería considerada al instante un vicio. En todos los niveles sociales se consume droga, pero en los ambientes selectos la cocaína circula en las mismas bandejas que las gambas Orly y las croquetas de salmón. En algunas reuniones de gente de negocios incluso está mal visto que alguien rechace la tentación de meterse una rayita por las narices. Algo parecido ocurre en ciertos círculos intelectuales en los que resistirte al consumo de cocaína puede ser interpretado como una perversión inconfesable, algo tan grave como en una reunión de cinéfilos los sería sin duda manifestar tu resistencia a menospreciar la filmografía de José Luís Garci o a leer «Cahiers du Cinema». En una velada de escritores discutí con una colega sobre la influencia de la depravación lisérgica en la calidad literaria. Ella defendía que las drogas estimulaban la creatividad y yo le decía que los gatos dan con los ratones sin necesidad de estimularse. Mi colega estaba hasta los ojos de cocaína y llevaba hora y media tratando de dar con una frase para redondear el párrafo inicial de su nueva novela. A punto de amanecer y en medio de un auténtico hacinamiento de gente doblada por el mórbido cansancio que a veces produce la estupidez al mezclarse con la vanidad, le pregunté cómo diablos pretendía acertar con la dichosa frase si en el estado alucinado en el que encontraba ni siquiera era capaz de encontrar sus propias bragas. Yo jamás he llevado la vida de un santo y sin embargo he evitado siempre las drogas que no fuesen el gin tonic o el tabaco. He preferido enfrentarme a la vida de una manera consciente, con los ojos bien abiertos, seguro de que sería capaz de sobreponerme a los remordimientos sin necesidad de perder la memoria, no como mi colega, que solo quería enriquecerse con la literatura para permitirse luego la coartada moral de convertir sus vicios en costumbres. Ya te digo que jamás he sido un santo, pero, ¡qué demonios!, al menos me cabe el orgullo de asegurar que mi conciencia siempre me ha tolerado menos errores de los que a veces me habría permitido mi bolsillo. No dudo que mi colega evitará mi compañía en las veladas literarias, pero sé que de vez en cuando tendrá que recurrir a mí aunque sólo sea para que mi olfato de perro le ayude a encontrar sus bragas.

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