El llanto de una nación, de Federico Jiménez Losantos
Federico Jiménez Losantos dedicó las últimas páginas de su libro Los nuestros (Editorial Planeta) a Miguel Ángel Blanco. En un capítulo titulado "El llanto de una nación", Jiménez Losantos resumía así la reacción de España ante el asesinato del joven concejal de Ermua por parte de los etarras.
"Toda la Corona de Castilla, incluyendo naturalmente al Señorío de Vizcaya, no reunía tanta gente cuando fue capaz de descubrir, conquistar, evangelizar y occidentalizar a casi toda América en 50 años como fue capaz de reunir un vizcaíno de padres gallegos, Miguel Ángel Blanco Garrido, natural de Ermua, en un solo día: el 14 de julio de 1997. Juntando viejos, mujeres y niños, toda Castilla no llegaba en 1492 a los seis millones. Autores hay que no la dejan pasar de cinco. Sin embargo, este muchacho, al morir con sólo 29 años cumplidos, supo, pudo, hizo el milagro de echar a la calle a seis millones largos, que de punta a punta de España, incluyendo la Península y sus archipiélagos, lloraron a lágrima viva su desaparición. Millón y medio de personas en Madrid, un millón en Barcelona, medio millón en Sevilla, Valencia y Zaragoza, quién sabe cuántos miles en cuantas plazas de cuantos pueblos. Lo cierto es que el que no salió a la calle lloró en su casa, y el que salió, lloró también. Nunca hubo un llanto tan largo, tan concienzudo, tan sentido, sobre la áspera, verde y bermeja tierra de España. Nunca lloraron tantos por uno solo.
De este vizcaíno nacido de gallegos, de este español arriscado en la frontera, sabemos sólo una cosa, que para todos ha sido suficiente: era uno más, era uno de los nuestros. Y como nuestro nos lo mataron, y como nuestro lo hemos perdido y encontrado. Porque de la muerte de un hombre ha nacido algo más que un símbolo: un mártir. Y un mártir vasco de la fe española, pero un mártir en vaqueros, sin aspavientos, sin alardes. Un mártir de andar por casa, que es lo que todo el mundo pretende: andar por casa, por la casa grande de nuestro pueblo. Lo mataron precisamente por eso, porque era uno más. Y nunca llegó a más sólo uno, en su triste cuerpo desvanecido de agonizante.
Miguel Ángel Blanco Garrido tenía un padre albañil, una hermana en Escocia y una novia muy guapa con la que se iba a casar. Entró en política, en la modesta dimensión de la concejalía de un pueblo de Vizcaya, cuando asesinaron a Gregorio Ordóñez, el líder del PP en Guipúzcoa. Sintió entonces que la moral pública exigía dar testimonio de su fe, porque su fe, sin estridencias, le sostenía. Ahora sucede a Gregorio Ordóñez en la lista de mártires, que no víctimas, ni bajas, de la jauría etarra. Pero, más allá de este mundo, cuando ya no puede sentir miedo en los huesos ni angustia en el corazón, le ha tocado ser el sí bolo de todos los muertos de esa guerra sin declarar, y por tanto sin final, que es la política vasca.
Podía haber sido otro, porque otros muchos han pasado, como él, la angustia del secuestro, la humillación de la tortura, la espera de la muerte y la convulsión del moribundo. Pero ha sido él. Después de haber descubierto toda España el zulo de Ortega Lara y las condiciones inhumanas, peores que las de los nazis, los estalinistas o los serbios, que los etarras reservan para sus víctimas, la sensibilidad popular estaba a flor de piel. Y entonces secuestraron a Miguel Ángel y amenazaron con matarlo si, en 48 horas, el Gobierno no ponía a todos los presos etarras cerca de sus caseríos imaginados, de sus pisos cutres, de sus casas confortables, de su entorno familiar, tan cálido, tan reconfortante después de haber pasado por el trámite de despenar a algún prójimo. Era una forma de muerte lenta, a cámara lenta, dijo el periódico, y, en efecto, así fue. A las 48 horas, alguien vio el cuerpo de un hombre tumbado en una cuneta con la cara bañada en sangre. Nadie tuvo dudas de que se trataba de Miguel Ángel Blanco. Nadie tuvo dudas de que, al menos, sus sufrimientos habían terminado.
Porque durante dos largos, larguísimos días, España vivió la agonía de Miguel como suya. Y cuando llegó su muerte, la vivió como si fuese suya, personal e intransferible. De ahí el llanto, el río inmenso de llanto que anegó la cara antigua y hermosa de la patria. De ahí los millones de personas que salieron a la calle a llorar su propia muerte y a agradecerle a Miguel Ángel que hubiera muerto por ellos. Porque así se ha entendido y si no es así, no se entiende: el pueblo español ha sentido que Miguel Ángel ha muerto por todos los españoles. Y así lo ha llorado. Y así lo ha enterrado. Y así lo recordará siempre. Miguel Ángel Blanco no pertenece ya sólo a nuestra historia política sino a nuestra historia religiosa, si puede hablarse de religión en el sentimiento nacional. Unamuno, su paisano y maestro, diría que sí.
Espero que nadie entienda como falta de respeto a una figura tan sincera y profundamente querida y subrayar lo que de auto de Pasión ha tenido su muerte para este viejo pueblo descreído pero profundamente católico. Espero que no se entienda mal tratar de explicarnos cómo ha sido posible que todo un país caiga de rodillas, siervo de la pena, ante una persona que, 24 horas antes, era absolutamente anónima. Y sin embargo, los datos están ahí. Era un joven, con toda la vida por delante. Tenía padres pero aún no tenía familia propia. Sus orígenes no podían ser más humildes. Sus padres también vinieron de fuera, de muy lejos de Nazareth, aunque allí habían echado raíces. Con mucho esfuerzo pudo estudiar y supo terminar sus estudios con fortuna. Ya había comenzado a recoger el fruto de su trabajo. Una hermosa mujer a su lado, lo esperaba. El encontraba en la música la pequeña y doméstica locura que cada sábado hacía volar las preocupaciones y lo sumía en un éxtasis tranquilo, de pueblo, sin trascendencia. Y un día, al ver que habían cortado la cabeza de un Hombre Justo, sintió dentro de sí la llamada de la justicia, de hacer pública su confesión de fe en el prójimo. Y la siguió, contra los fariseos y los publicanos. Y todos vieron su virtud. Tal vez por eso lo eligieron para morir.
Dicen los forenses que sudó mucho, que su angustia fue inmensa tras su secuestro. No dicen que sudó sangre, pero como si lo dijeran. Dicen también que le ataron las manos a la espalda horas antes de matarle, para que viera llegar el final de su tiempo sin poder tomarle la medida, como un inmenso terror desierto. Dicen que lo hicieron arrodillarse en la cuneta antes de ponerle la pistola en la nuca. Y que, de rodillas, después de dispararle una vez, tras unos segundos que se harían horas, días, años, los 29 años de vida y todos los años de una vida por venir que ya no llegaría nunca, lo remataron en el suelo. Y lo dejaron por muerto, como un pobre animal atropellado en la carretera.
Pero Miguel Ángel no murió entonces. Su cuerpo exánime guardó todavía unas horas el pálpito al que algunos llaman vida y otros el simple andar del corazón. Anduvo aún, en las brumas de una agonía que ya no era suya, sino de toda España, horas y horas, sin esperanza pero como ejemplo.
Esas horas fueron decisivas para convertirle en mártir, en santo, en crucificado a los ojos de la gente humilde, del pueblo corriente, del común que ve la vida por la televisión pero sabe distinguir lo que hay de verdad detrás de unas imágenes y vio que detrás de las imágenes de Miguel Ángel llegando al hospital vivo pero yerto, tapado con una pobre manta azul que parecía tejido para Lázaro por Marta y María, todo lo que había era verdad. Pura verdad. Cegadora verdad. De ahí nació el llanto. Y de ahí el culto.
Porque la forma en que España se lanzó a llorar por plazas y avenidas, por calles y callejas no ha sido por orden ideológico, ni siquiera político. Ha sido tribal por el impulso, nacional por lo civilizada, moral y religiosa por lo que ha tenido de culto a los muertos en nombre de la vida. Ha sido como un grito ante el abismo y como un himno de ofrenda. Ha sido la mayor procesión laica de nuestra Historia, pero en vez del Cristo, el pueblo caminaba tras la imagen de un muchacho asesinado por los enemigos de la nación y de la libertad, por los que quieren romper lo que, más que cuerpo político, casi parecía cuerpo místico.
La muerte de Miguel se ha visto no sólo como un acto de crueldad sin límites sino también como un sacrilegio. Por verter la sangre de un inocente tras hacerle agonizar más de dos días, las mismas horas del Nazareno, pero también por atentar contra el inocente, contra el cordero, contra el que nunca hizo mal a nadie, contra el que sólo tenía como proyecto, además de los hermosos y modestos de su vida familiar, el de ir caminando hasta Madrid para conseguir que rehicieran el polideportivo de su pueblo, roto por la tormenta. En recompensa, en homenaje, toda España se puso en pie camino de su tumba. Y le van a construir el polideportivo que llevará su nombre. Y le van a guardar para siempre, en los libros de Historia, lugar de respeto.
Pero acaso lo más importante de ese inmenso entierro con seis millones de acompañantes y 33 más de deudos y parientes es que la vieja nación, a la que se daba por rota y vieja, apareció a la luz del sol y bajo la lluvia inmensamente joven, llena de vida, renacida por la sangre de Miguel Ángel. Y se miró a sí misma y casi no se reconocía. Por eso muchos, en la Plaza del Pilar donde se celebró el funeral postrero, que no definitivo, lo llamaban santo. Porque dijo Miguel Ángel Blanco Garrido a España: levántate y anda. Y España se levantó, se puso en pie y echó a andar por todos los caminos de su ser. Así fue, así ha sido y así se recordará en el tiempo. Esa estancia vacía y luminosa en la que hoy habita la memoria de uno de los nuestros".
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