Frecuentemente se insiste en que las economías occidentales se están mortificando por seguir una estrategia de excesiva austeridad. No obstante, tengo la impresión de que repetimos demasiadas veces semejante mantra sin pararnos a reflexionar mínimamente sobre su veracidad. Voy a ponerles dos ejemplos hipotéticos para comprobarlo.
Imaginemos a tres amigos: A, B y C. Los tres cobran un sueldo de 2.000 euros mensuales pero tienen hábitos de consumo muy distintos. A apenas gasta 800 euros mensuales en lo básico (ropa, comida, habitación y algo de ocio) para poder ahorrar los otros 1.200. B, en cambio, prefiere pulirse íntegros los 2.000 euros mensuales para vivir al día sin que le falte de nada. Y, por último, C se muestra descontento con los niveles de gasto que le permite alcanzar su “insuficiente” sueldo de 2.000 euros, de manera que mes tras mes pide prestados otros 500 euros para complementar su tren de vida. Supongamos que, pasados unos años, estas tres personas deciden modificar ligeramente su comportamiento: A opta por disfrutar un poco más del presente y pasa a gastar 100 euros más al mes (pero sigue ahorrando más de la mitad de su sueldo); B mira un poquito más hacia el futuro y minora su gasto en 100 euros mensuales (ahorra un 5% de su sueldo); y C, conocedor de que no puede continuar aumentando sus deudas indefinidamente, reduce sus desembolsos desde los 2.500 euros mensuales a los 2.400 (en lugar de endeudarse por 500 euros al mes, lo hace por 400).
¿A cuál de los tres amigos calificaría un observador imparcial de “austero”? Claramente a A y sólo a A. B sería un bon vivant que puede costearse su tren de vida mientras posea una fuente de renta estable y C un kamikaze financiero que tarde o temprano tendrá que empezar a gastar mucho menos de lo que ingresa para hacer frente a las deudas que se le han ido acumulando. La paranoia antiausteridad actual nos ha llevado, sin embargo, a calificar a los países que se comportan como C de “austeros”, cuando lo lógico sería tildarles de manirrotos.
Dos gobiernos gemelos
Analicemos en un siguiente ejemplo el comportamiento de los gobiernos de dos hipotéticos países: A y B. El gobierno del país A ha exhibido en los últimos tres años un déficit decreciente con el siguiente perfil: un 12% del PIB en 2009, 10,2% del PIB en 2010 y un 9,9% del PIB en 2011, siendo en 2011 su gasto público antes de intereses un 1,3% superior al de 2009 y copando el 35% de toda la economía. Por su lado, el gobierno del país B exhibió unos déficits del 11,2% en 2009, del 9,7% en 2010 y del 9,5% en 2011, siendo ese año su gasto público antes de intereses un 2,5% inferior al de 2009 y copando el 42% de toda la economía. ¿Diría usted que existe una diferencia abismal entre los gobiernos de ambos países? No. El sentido común dicta, primero, que ninguno de ellos está siendo austero y, segundo, que las diferencias apenas son apreciables: ambos gobiernos gastan más o menos lo mismo que en 2009 (un poco más el del país A que el del B), los dos tienen un perfil del déficit muy parecido (un poco más deficitario el gobierno del país A) y los dos padecen unos Estados que copan buena parte de su economía (un poco más el país B).
Pues bien, no estamos ante dos países hipotéticos, sino ante Estados Unidos (país A) y España (país B). El primero es para muchos un ejemplo de políticas de estímulo que explican por qué, de momento, su economía está creciendo, mientras que el segundo es, para esos mismos muchos, un ejemplo de políticas de austeridad que están devastando al país. En realidad, y dejando de lado los prejuicios ideológicos, debería resultar evidente que el Gobierno de España ha seguido la misma política de “estímulo” que el de EEUU, punto de déficit arriba o abajo. Tal como explica la buena teoría económica, ni EEUU está mejor que España por haber aplicado unas políticas de estímulo calcadas a las de nuestro país, ni España está peor que EEUU por haber seguido unas inobservables políticas de austeridad. Más bien, los dos están retrasando su salida de la crisis por arrastrar a sus economías a un escenario de saturación de deuda. En el caso de España, la credibilidad de su deuda ya ha colapsado; en el caso de la más dinámica economía estadounidense, todavía no lo ha hecho pero terminará sucediendo si no rectifica su senda de desequilibrio presupuestario.
Desengáñese. Analice fríamente la realidad y pronto caerá en la cuenta de que el último de los adjetivos que merece el gobierno de España es el de “austero” por el hecho de gastar casi un 30% más de lo que ingresa.
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