Una de las características de las actividades de Greenpeace es su gratuidad. En un sentido amplio. Todo arranca, digamos, de su sentido moral. En realidad, Greenpeace pretende un mundo sin coste ni conflicto. Sus sandeces. Pero esta malformación de arranque tiene manifestaciones llamativas en la actividad corriente. Por ejemplo, la facilidad con que sus activistas se encaraman hasta lugares que no le corresponden, sean barcos, banquetes de gala o balcones. Obviamente, cuando alguien les aplica los deberes que rigen para el resto de los humanos (caso de las autoridades danesas con el activista Uralde) se escuecen y gritan mamá pupa (y puta) porque, habrase visto, en las celdas no había televisión ni acceso a internet. La impunidad no sólo moral de estos inmaduros. Las facilidades de que gozan en los medios, en la policía, en la justicia. Y los socialdemócratas acogiéndoles cordialmente (Marcelino Iglesias los recibe sin cita previa, aunque, en fin, tampoco su agenda), reconociéndoles, tan expertos ellos mismos en el asunto, un cacho de superioridad moral, porque se ocupan de los animalitos sin interés ni tregua y porque sus principios, a diferencia de los principios socialdemócratas, no están en almoneda. Ah, ah. Hay que ver este blog en directo: 10.34 h: «Todos los activistas son desalojados de las marquesinas, de muy malas maneras.» No hay derecho. Entras en una casa ajena, quieres pintar unos monigotes en la pared y te lo impiden a empujones. Lo que hay que aguantar.
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