Muchos liberales atribuyen gran parte del mal que nos rodea al omnipresente estatismo. Si el Estado no interviniera con profusión en todos los ámbitos de nuestra existencia, argumentan, nuestras vidas serían infinitamente mejores.
Con pensiones privadas –dicen–, disfrutaríamos de una jubilación más próspera; con educación privada y desregulada, nuestros hijos recibirían una formación más rica y útil; con sanidad privada, los tratamientos estarían mucho más avanzados y generalizados; sin tantas regulaciones sangrantes y expolios fiscales, el crecimiento económico desbordaría todas nuestras previsiones y nos conduciría a un mundo de prosperidad y abundancia sin límites.
Aun con cierta dosis de exageración, no puedo dejar de compartir este diagnóstico. Al cabo, el intervencionismo estatal es tan asfixiante que también elimina nuestra capacidad para pensar fuera de las estrechas fronteras a las que nos ha confinado. Ahora bien, dicho esto, también es cierto que el pretexto estatista sirve a muchos para canalizar sus frustraciones vitales y atribuir la responsabilidad de sus fracasos personales a un agente externo opresor.
En otras palabras, si bien no podemos obviar todos los obstáculos que los Estados introducen en nuestras vidas merced a sus, en muchos casos, delictuosas actuaciones, tampoco deberíamos dejar de vivir o de prosperar por creernos derrotados por el estatismo. Puede que todo fuera más fácil sin el dirigismo estatal, pero las dificultades que introduce no deberían ser una excusa para que nos cruzáramos de brazos y renunciáramos a todos nuestros sueños. De hecho, si de verdad creemos en el potencial casi infinito de la libertad, deberíamos ser capaces de extraer cuantiosos frutos aun de situaciones como la actual.
Hace unos años mi amigo Toni Mascaró publicó un muy interesante artículo acerca de cómo lograr la transición desde una sociedad estatalizada a otra donde prevaleciera la libertad. Lo llamó teoría del desprendimiento: su previsión era que, conforme pasara el tiempo, cada vez un mayor número de individuos irían planificando su futuro al margen del Estado. No porque éste dejara de pisotearnos, sino porque asumiríamos que el pisotón no es más que una parte del medio ambiente en el que vivimos; no un abismo infranqueable para alcanzar la meta, sino un lastre con el que involuntariamente cargaríamos durante toda la carrera. Y, al final, cuando todos lo soportáramos estoicamente sin darle ningún uso, cuando todos nos hubiéramos desprendido de sus ineficientes y onerosos servicios –sin esperar una pensión, sin acudir a sus escuelas, sin sanarnos en sus hospitales, sin depender de sus subsidios...–, el poder político se vendría abajo por su propio e innecesario peso.
Por supuesto, hacer como que el Estado no se encuentra ahí tiene sus grandes riesgos para la libertad. Ya decía Jefferson que el precio de ésta era la vigilancia permanente, y no hay peor vigilante que aquel que se acostumbra a que le roben la cartera. Pero, al mismo tiempo, la vigilancia permanente también es muy costosa y paralizadora: si para evitar que nos arrebaten 20 euros tenemos que dedicar un tiempo en el que habríamos podido ganar 40, el atraco del Estado se vuelve doble; pero se vuelve doble en parte por nuestra culpa.
Tengo la impresión de que muchos liberales dedican más tiempo a explicar al gran público por qué el mundo está inexorablemente condenado al Apocalipsis debido al intervencionismo estatal que a hablar de las virtudes y potencialidades de la libertad que aún nos dejan disfrutar. Es decir, en lugar de decir a la gente: "Aprovechad ese maravilloso resquicio de libertad que aún nos queda", el mensaje es: "Sentíos frustrados, porque la plena libertad es una condición sine qua non para tener éxito en la vida, y jamás, mientras exista el Estado, tendremos libertad plena".
A mi juicio, se trata de un error no sólo de comunicación –palo en lugar de zanahoria–, sino de estrategia para lograr una significativa disminución del estatismo. Pues si no podemos empezar a vivir hasta que el Estado desaparezca –o hasta que haya sido reducido a la mínima expresión–, es obvio que deberemos malgastar nuestro tiempo en luchar contra el Estado y en planificar su ordenada deconstrucción; es decir, para extender el liberalismo recurriremos a la política (o a organizar una revolución): una aproximación top-down que se encuentra precisamente en las antípodas del liberalismo. Por el contrario, si dedicamos nuestro tiempo no a resistir numantinamente al Estado, sino a prosperar al margen del mismo, el cambio irá emergiendo de manera no intencionada, casi sin darnos cuenta (aproximación down-top, propia del liberalismo).
Precisamente hace unos días conocimos los resultados de un estudio de la Universidad de Virginia que ha analizado la manera de actuar y pensar de los grandes empresarios –fundadores de compañías con unos ingresos anuales de entre 200 y 6.500 millones de dólares– en contraposición a cómo actúan y piensan los meros gestores o cuadros intermedios. Así, nos enteramos de que, en contra de lo que suele fabularse, los grandes empresarios no tienen objetivos muy definidos sobre adónde quieren ir, sino que son capaces de adaptarse al entorno e ir variando sus objetivos en función del creativo uso que sean capaces de dar a los recursos a su alcance: son brillantes improvisadores. En cambio, los gestores predeterminan su objetivo y tratan de minimizar los costes necesarios para alcanzarlo; no adaptan su objetivo al medio y, por ello, son mucho más sensibles a los cambios bruscos del entorno (algo harto habitual en un mercado libre, dinámico y competitivo).
Creo que no resulta complicado trasladar esta dicotomía al activismo liberal. Por un lado, tenemos a geniales gestores de la ideología liberal que tienen como objetivo reducir el peso del Estado: elaboran encendidas soflamas antiestatistas, desarrollan planes sobre privatizaciones, se meten en política, se infiltran en el campo enemigo... Por otro, tenemos a liberales más prácticos que simplemente tratan de vivir y prosperar al margen del Estado: se adaptan al entorno sin llegar a convertirse en parásitos del monopolio de la compulsión y sirven de ejemplo al resto de personas cuando acumulan grandes patrimonios, se autorrealizan y llegan a disfrutar de sus vidas como si el Estado no les extorsionara.
No estoy diciendo que los gestores de la ideología liberal no sean imprescindibles –los intelectuales siguen teniendo su papel como contrapunto a las falacias que seguirán divulgando los voceros del estatismo: no podemos dejarles el monopolio de la difusión de las ideas–, ni siquiera que en cualquier circunstancia y con cualquier grado de intervencionismo podamos prosperar individualmente (es obvio que en la Unión Soviética ese margen era muy reducido). Pero sí estoy diciendo que para ir ampliando nuestras esferas de libertad no necesitamos una sociedad militantemente antiestatista, una sociedad que, a modo de ejército, se coordine para destruir toda manifestación intervencionista. Al contrario, basta con que animemos a la gente a pensar y vivir fuera del Estado; a que sepan y aprendan a ganar dinero sin chupar del presupuesto, a educar a sus hijos fuera del adoctrinador y emburrecedor sistema de enseñanza pública, a contratar seguros médicos de bajo coste y mayor calidad que la sanidad pública o a planificar su jubilación como si la Seguridad Social no existiera, o como si sólo fuera un mero y exiguo complemento público.
A mi modo de ver, gran parte de la transición desde una sociedad sometida a mandatos políticos a otra regida por la cooperación voluntaria de mercado se producirá sin que nadie la dirija. En este sentido, los debates sobre cómo privatizar las pensiones, la sanidad o la educación podrán ser intelectualmente estimulantes, pero resultarán baldíos en la práctica. Pues cuando todo el mundo o casi todo el mundo haya acumulado un sustancial patrimonio propio para su jubilación, o cuando la mayor parte de la formación básica de los alumnos se lleve a cabo en casa o a través de internet y la mayor parte de la especializada requiera de masters privados postuniversitarios, de facto el Estado habrá sido vaciado de gran parte de sus competencias: se quedará sólo con la mano que nos arrebata el dinero, pero carecerá de la mano con la que nos da el pan; momento en el que el coste de oportunidad de abandonarlo o constreñirlo será casi nulo para casi todo el mundo.
Mientras el activismo liberal se dirija en su mayoría a promover la revolución política en lugar de a demostrar que ahora, ya, en estos momentos, hay vida fuera del Estado, sólo los que tengan tiempo y ganas de derrocar al Estado –una minoritaria vanguardia elitista– escucharán su mensaje. Si, en cambio, el activismo liberal se focaliza no tanto en tomar el poder y en acometer reformas políticas de carácter megalómano, sino en dar pequeños pasos en la buena dirección y, sobre todo, en delinear estrategias que cualquier persona pueda seguir para encontrar y disfrutar de su libertad allí donde parecía no haberla, comenzará a convertirse en un movimiento de masas: sobre todo porque la gente no es tonta, y si algo funciona –y la libertad lo hace– y no requiere de un gran esfuerzo, la gente tiende a buscarlo.
No se trata, pues, de renunciar al discurso maximalista y a tener claros los objetivos últimos, sino de no concentrar ahí todos o la mayor parte de nuestros esfuerzos. Más que capitanear a la gente por el único camino de la libertad, habrá que despejar algunos caminos, mostrar la existencia de otros y, sobre todo, recordar e insistir en que cada cual puede llegar a crear y encontrar los suyos propios. Más que gestores de la libertad ajena, necesitamos empresarios que aprovechen al máximo la libertad propia y enciendan la curiosidad de los acomodados en la mamandurria estatista.
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