John Wooden, el patriarca del baloncesto por Santiago Segurola

Artículo de Santiago Segurola sobre John Wooden, un mito del baloncesto.


ARTÍCULO:

La muerte de John Wooden, el patriarca del baloncesto norteamericano, remite al periodo de esplendor del mejor equipo universitario de la historia, de algunos de los más excepcionales jugadores que han pisado las canchas, de los célebres bruins de UCLA que ganaron 10 campeonatos entre 1964 y 1975. Al frente de ellos, un hombre del Medio Oeste, un hoosier de Indiana que había nacido en una granja, entre maizales, con una cesta de recoger tomates colgada en la puerta del establo y pocas perspectivas de conocer mundo. Ese hombre, curtido en las rígidas normas morales de la América profunda, alcanzó la celebridad en California, el estado que representaba los valores opuestos a los circunspectos códigos de las praderas de Indiana.

Wooden falleció ayer, víctima de la edad. A punto de cumplir 100 años –nació en octubre de 1910-, su figura ha dominado una centuria de baloncesto, como jugador y como técnico. Destacó en todas las facetas de un deporte que casi nació con él. Fue un pionero, una de esas leyendas ambulantes que hizo del estado de Indiana el más febril del baloncesto. En la granja de sus padres, como en la mayoría de las que proliferan en Indiana, colgaba una tosca canasta. Así nació la mística hoosier: una cesta, una pared de madera, un par de zapatilla y horas interminables de lanzamientos.

Ahora se recuerdan sus impresionantes temporadas con UCLA, pero la vida de Wooden fue tan larga que se suele olvidar su condición de estrella en la noche de los tiempos del baloncesto. Figura esencial en los torneos escolares de Indiana y luego campeón universitario con Purdue, Wooden fue uno los jugadores más conocidos en los finales de los años 20 y principios de los 30. Su fama alcanzó tal magnitud que años después ingresaría en el Hall of Fame del baloncesto universitario en su faceta de jugador. Eran años de un baloncesto incipiente, sin ningún lujo, años donde se habilitaba una pista en cualquier salón y se daba rienda suelta a un juego que pronto cautivaría a la nación, a toda la nación: a los jóvenes granjeros del Medio Oeste y a los chicos de los barrios y arrabales de las grandes ciudades.

Al pionero le siguió el profesor, y al profesor le siguió el técnico que llevaba dentro. Obtuvo el grado de teniente en la Segunda Guerra Mundial y regresó a Indiana. Ejerció como maestro de inglés, pero no perdió su pasión por el baloncesto. Durante dos años dirigió a Indiana State, cuyo equipo siempre estuvo ensombrecido por la universidad de Indiana, donde Bobby Knight dejaría una huella imperecedera muchos años después. La vida de Wooden, un hombre de una formalidad abrumadora, giró radicalmente un día de tormenta de 1948. Sus buenos resultados con los sicamores de Indiana State merecieron la atención de varias de las universidades de mayor prestigio. Ninguna había mostrado más interés que Minnesota. Parecía el destino natural para un hombre de la América de las grandes praderas.

Se dice que Wooden esperaba la llamada de los dirigentes de la Universidad de Minnesota un día que se volvió extraordinariamente tormentoso. Se averiaron las comunicaciones telefónicas y no hubo señal alguna de la gente de Minnesota. Ese día, Wooden sólo escuchó la oferta que le llegó de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), un centro educativo de primer nivel cuyo equipo de baloncesto no se había distinguido por el éxito. El técnico aceptó la oferta. En el otoño de 1948, comenzó una de las trayectorias más extraordinarias que se recuerda en los anales del deporte.

Durante 16 años fue un magnífico entrenador que no ganó ningún título nacional. Su caso obliga a pensar en lo absurdo de las etiquetas. Ahora que se habla tanto de técnicos ganadores y perdedores, conviene recordar que Wooden representaría las dos caras de la moneda. Fue un magnífico perdedor y un inolvidable ganador. Necesitó perder para aprender a ganar. Para un hombre de criterios morales tan acentuados, la derrota significaba la posibilidad del aprendizaje, de reparar los errores, de añadir elementos novedosos al juego. Solía parafrasear a Cervantes para definir su visión de la vida y del deporte: “Me importa más el viaje que el final del camino”. En cuanto al significado de la victoria, de esa ansiedad que consume al deporte, Wooden fue sin duda un febril buscador del éxito, pero nunca cayó en el simplismo maniqueo de los que dividen el deporte y la vida entre victoriosos y perdedores. “Jamás se le escapó de sus labios la palabra ganar. Sólo nos pedía jugar al máximo de nuestro potencial”, declaró hace poco Doug McIntosh, uno de los integrantes del equipo de 1963-64, el primero que permitió a Wooden conquistar el campeonato nacional universitario.

Esas palabras –la negación del éxito por el éxito, sin ninguna lección ética- corresponden al gran ganador en la historia del baloncesto universitario, el hombre frente al que se miden el resto de los técnicos estadounidenses. Sin embargo, tuvo que esperar hasta los 53 años para lograr su primera victoria con los bruins. A esa edad, que entonces y ahora se consideraría excesiva para comenzar una trayectoria casi invencible, Wooden interiorizó todas las lecciones que le habían dado la vida, sus adversarios y su propio carácter. Aprendió la virtud de la paciencia del inolvidable Pete Newell, el técnico de la Universidad de California Berkeley, equipo que dominó el baloncesto de la costa Oeste en los finales de los años 50 y principios de los 60.

Quienes le conocieron también señalan la importancia que tuvo la autocrítica en su éxito como entrenador. Durante años, Wooden había confiado tanto en sus reglas que se rodeó de ayudantes sin la personalidad necesaria para contradecirle. No escuchaba voces contrarias, ni consejos productivos: “A mi lado, sólo escuchaba el sí señor”. La contratación de Jerry Norman, un ex jugador de UCLA conocido por su espíritu rebelde y su capacidad para expresar las opiniones sin reverencias, cambió el enfoque de Wooden. El técnico, que había mantenido una relación muy complicada con Norman en la etapa de éste como jugador, aceptó incluirle en el grupo de ayudantes. Norman consideraba que el control del tempo era fundamental y que una buena presión en toda la pista rendía beneficios ilimitados. Su carácter tuvo una influencia considerable en Wooden. Por fin se encontró con alguien que se atrevía a oponerse y a proponer. “Para cualquier cosa que hagas en la vida, rodéate de personas inteligentes que discutan tus opiniones”, declaró en el momento de su retirada, en 1975.

En la temporada 63-64, el equipo de UCLA ganó tanto que llegó a la final del campeonato nacional universitario. Wooden disponía de un quinteto mucho menos apreciado de lo que posteriormente dictaría la historia. Sus dos bases, Walt Hazzard y Gail Goodrich, se convertirían más tardes en legendarios de la NBA, pero cuando ingresaron en UCLA lo hicieron sin ninguna notoriedad. Hazzard era un pasador sin tiro y Goodrich representaba al tirador sin pase. Wooden y el tiempo demostrarían que se trataba de dos de los jugadores más inteligentes que ha visto el baloncesto norteamericano. Aquel equipo de UCLA llegó a la final con muy malos pronósticos. Se le consideraba una víctima segura de Duke, un gran equipo, con tiradores, defensores, centímetros y kilos. En cambio, ningún jugador del quinteto inicial de UCLA superaba el 1,95. Nadie creía en los chicos de Wooden.

La final comenzó más igualada de lo previsto. Duke cobraba ligeras ventajas pero no marcaba la diferencia prevista. Norman sugirió a Wooden que empleara la presión 2-2-1 en toda la pista. La idea era forzar errores, malos pases, el cambio del tempo del partido, impedir el juego de media cancha a Duke y convertir el juego en un infierno para sus rivales. Lo que sucedió figura como un momento histórico del baloncesto: Gail Goodrich y Fred Slaughter, Walt Hazzard y Jack Hirsch, Keith Erickson como último hombre. Pequeños, rápidos y muy listos. En el banco, otros dos jugadores fundamentales: Kenny Washington y Doug Mc Instosh. UCLA perdía por tres puntos (30-27) cuando se desató la tormenta perfecta. Hirsch hizo tres robos, el zurdo Goodrich anotó ocho puntos, Erickson interceptó y taponó en el vagón de cola de la 2-2-1 y Washington embocó dos suspensiones. En dos minutos y medio, UCLA había anotado 16 puntos sin permitir una canasta de Duke.

La ventaja (43-30) persistió hasta el final. UCLA ganó su primer título con un resultado sorprendente (98-83) y 29 intercepciones, una cifra brutal que explicaba la eficacia de la zona press instaurada por Wooden y Jerry Norman. Ese día comenzó el imperio de UCLA en el baloncesto universitario. El equipo de Wooden ganó los campeonatos de 1963-64, 64-65, 66-67, 67-68, 68-69, 69-70, 70-71, 71-72, 72-73 y 74-75. Sólo dos equipos se interpusieron entre Wooden y el título de campeón: Texas Western, ganador en 1966 con el primer quinteto de jugadores negros en la historia de la competición, y North Carolina State, vencedor en 1974 con el fabuloso David Thompson en sus filas.

Muchos de aquellos equipos estaban integrados por luminarias de la magnitud de Goodrich, Hazzard, Lew Alcindor (luego Kareem Abdul Jabbar), Lucious Allen, Sydney Wicks, Bill Walton o Marques Johnson, pero esa nómina espectacular de jugadores explica la versátil naturaleza de John Wooden como entrenador. Ganó con pequeños, con gigantes, con aleros, con toda clase de jugadores y equipos. En medio de la imparable sucesión de títulos, el discreto hombre de Indiana se enfrentaba al torbellino de Los Ángeles, a una cultura opuesta a la de sus raíces y a un periodo de agitación política como no se ha conocido en Estados Unidos. Con su sempiterno traje y corbata, una hoja enrollada en su mano y un rostro inexpresivo, Wooden dirigía los partidos como si no le afectaran a sus emociones. Se sentaba, cruzaba las piernas y observaba los acontecimientos. Parecía que estaba en la ópera. Dicen que le importaba mucho más lo que ocurría entre semana, en los entrenamientos, donde Wooden exigía un compromiso feroz de sus jugadores, alcanzar el máximo de su potencial y trasladarlo al partido. El trayecto, en definitiva, no la estación final.

Sin embargo, sus jugadores más próximos –y quizá ninguno le ha reverenciado más que Bill Walton, a pesar de su famosa rebeldía hippy- han señalado frecuentemente que detrás de esa figura impasible se agitaba una febril voluntad ganadora. Quizá Wooden no podía permitirse esa vertiente pública, poco admirable para un hombre de convicciones morales tan rígidas, para el Wooden de los campos de maíz criado en una fuerte fe religiosa, para el austero campesino trasladado a los oropeles de Los Ángeles. Ese combate entre lo esencial de su persona y lo circunstancial de sus alrededores se mantuvo hasta el final de su vida. Wooden era un hombre de fundamentos básicos, en su vida y en el baloncesto, un moralista excesivo, en palabras de Kareem Abdul Jabbar, el jugador que elevó el juego de UCLA a cotas excepcionales.

Aunque la admiración y el respeto hayan presidido las opiniones sobre él–“John Wooden”, escribió Arnold Haro en un artículo publicado en 1973 por el New York Times, “es lo más cercano a la personificación de Jesuscristo en el deporte”-, no le han faltado críticos. En un artículo de Slate, el periódico digital perteneciente al Washington Post, Tommy Craggs escribía en 2006 un virulento ataque a Wooden, a quien acusaba de controlador obsesivo, un represor con excelentes modales y una moralidad poco acorde con los tiempos que corrían. “Paternalista, burócrata, rígido y estreñido”, afirma en su artículo. Craggs refiere, no sin acidez, algunos detalles del carácter del entrenador, como su obsesión por la imagen de sus jugadores –sus peleas con Walton, cuya larga cabellera le sacaba de quicio, eran legendarias- y la minuciosa atención a los detalles más ínfimos, como el contenido de algodón en los calcetines (no debía sobrepasar el 50% del tejido) o el régimen alimenticio de los jugadores: “Las comidas consistirán habitualmente en un filete de 10 a 12 libras o una porción equivalente de carne de buey, una pequeña patata cocida, una verdura, tres piezas de apio, cuatro pequeños biscotes, algo de miel, té caliente y una macedonia. De vez en cuando, dejaré que los jugadores coman lo que les apetezca”.

Su obsesión por la formalidad exasperaba a sus más fervientes partidarios. Jabbar nunca ha dudado en situarle como una figura decisiva en su vida, pero sentía la rigidez moralista de Wooden como un freno a su deseo de explorar la vida, de estar a altura a la altura de los turbulentos tiempos que a una generación le tocó vivir. Sydney Wicks, la gran figura del equipo entre las etapas de Lew Alcindor y Bill Walton, pidió permiso al entrenador para saltarse un entrenamiento y acudir a una manifestación contra la guerra del Vietnam y a favor de los derechos civiles. “Esta manifestación representa una cuestión de principios para mí”, argumentó Wicks. "Comprendo perfectamente lo que me dices. Yo también soy un hombre de principios, y no tengo ningún principio más básico que el del entrenamiento. Si acudes a esa manifestación, no seguirás en el equipo”, le contestó Wooden. Hablaba el hombre que había diseñado a lo largo de los años su famosa pirámide, un articulado de 25 principios esenciales para alcanzar la cima, definida por una idea muy personal del éxito: “El éxito es un estado de paz mental, resultante de la satisfacción que produce saber que has hecho el máximo esfuerzo para alcanzar lo mejor que eres capaz de conseguir”.

La idea de lo básico, se proyectó sobre su vida personal y profesional. Para Wooden, el baloncesto era una cuestión de fundamentos, de moralidad, del aprendizaje de lo esencial y de los peligros de lo accesorio, hasta el punto de convertirse en un ferviente detractor de los mates. Quizá por eso mismo no puso ningún reparo a la regla que impidió los mates en el baloncesto universitario tras la llegada de Lew Alcindor al equipo de UCLA. De alguna manera, el técnico se sintió respaldado cuando su joven pívot desarrolló su letal gancho para imponerse en el juego de ataque.

Cuando se retiró del baloncesto, tras la victoria de UCLA sobre Kentucky en la final de 1975, John Wooden contaba 65 años. Su leyenda se había definido en los últimos 12 años, a una edad provecta, en el fragor del mayor cambio generacional que se ha conocido en la historia. El hombre de Indiana se hizo mítico en California. Aprendió a relacionarse con un mundo muy diferente del suyo. Todas las críticas a sus excesos moralistas no impiden pensar en un personaje capaz de observarse a sí mismo y no concederse ninguna ventaja. Pasaron largos años antes de obtener las victorias que se le habían negado durante casi 20 años. Cuando se sintió preparado, cuando comprendió que había atado todos los cabos sueltos de su personalidad y sus conocimientos, comenzó a ganar y no se detuvo hasta el final de su trayectoria como entrenador, aquel día de la primavera de 1975. Han pasado 35 años más hasta el final de su vida. Han servido para convertirlo en el gran patriarca del deporte norteamericano.

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