«Escolios», de Gómez Dávila

Toda civilización es la suma de propósitos que no la tenían por fin. Ser producto de un propósito es lo que distingue el esperanto del griego.


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La civilización se derrumba cuando su éxito insinúa que sobran las virtudes que la afianzan.

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Probablemente en otras épocas abundaron las porquerías tanto como en la nuestra, pero en ninguna tuvieron los discursos que las justifican y alaban popularidad semejante.

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La coherencia de un discurso no prueba su verdad, sino su coherencia. La verdad es suma de evidencias incoherentes.

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Es en la espontaneidad de lo que siento donde busco la coherencia de lo que pienso.

La madurez del espíritu comienza cuando dejamos de sentirnos encargados del mundo.

La trivialidad es el precio de la comunicación.

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El prójimo nos irrita porque nos parece parodia de nuestros defectos.

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Las ideas confusas y los estanques turbios parecen profundos.

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Una convicción no se robustece sino cuando la nutrimos de objeciones.

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En un siglo donde los medios de publicidad divulgan infinitas tonterías, el hombre culto no se define por lo que sabe sino por lo que ignora.

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Hombre culto es aquel para quien nada carece de interés y casi todo de importancia. 

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La decadencia vuelve amables muchas cosas.

Mientras más graves sean los problemas, mayor es el número de ineptos que la democracia llama a resolverlos.

Espasmos de vanidad herida, o de codicia conculcada, las doctrinas democráticas inventan los males que denuncian para justificar el bien que proclaman.

El demonio nos venció, cuando permite que lo derrotemos con sus armas.



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