Alfonso Basterra Otero, Ángel Chamizo de la Concha y Eloy Gutiérrez Gómez.
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En el año 1958 dos jóvenes arquitectos, Guillermo Rosell y Manuel Larrosa habían entrado en contacto con un constructor mexicano, de ascendencia española, con la finalidad de construir una capilla
destinada a servir a un nuevo fraccionamiento
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en la ciudad de la eterna primavera; era promovido
allá ante las dificultades que se planteaban para hacerlo en la capital debidas las restricciones al crecimiento impuestas en aquel momento. Su nombre era Félix Candela Outeriño, el cual, al frente de su
empresa familiar Cubiertas ALA, disfrutaba por esos años de notable éxito profesional y comenzaba a
ganar fama internacional como calculista y ejecutor de estructuras laminares de hormigón armado
−cascarones o, en inglés, shells−. Se conjuntaron entonces tres factores que posibilitaron la construcción de esta singular iglesia: en primer lugar las posibilidades que se estaban abriendo en los prolegómenos del Concilio Vaticano II, no solamente en cuanto a los importantes cambios de orden litúrgico, sino también dando entrada al arte moderno en el ámbito eclesiástico, lo cual el inteligente obispo
de Cuernavaca ya había tenido ocasión de ejercitar invitando al escultor Mathias Goeritz a participar
en la propia catedral. Por otro lado se contaba con la reconcentrada fuerza económica del promotor y,
en tercer lugar, estaba el entusiasmo del equipo técnico, empeñado en construir la estructura en forma de paraboloide hiperbólico y borde libre de mayor dimensión ejecutada hasta la fecha.
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