Y, finalmente, si se trata del lápiz como símbolo de las libertades fundamentales, quienes vivimos en la orilla occidental del Atlántico no podemos dejar de recordar a Bonil, el caricaturista ecuatoriano, verdadero halcón de la libertad de prensa y pionero del uso del lápiz como método de defensa de sus derechos. En esta parte del mundo es el Estado, en lugar del terrorismo, el que ataca la libertad de prensa. Lo hace con un sistema judicial esclavo del poder político. Si bien menos brutal es igual de arbitrario y con efecto similar: la autocensura primero, y luego la sociedad como rehén del autoritarismo.
4. No hay ninguna prueba de que las ondas de telefonía provoquen cáncer ni ninguna otra dolencia. Ése es el consenso científico, que se basa no en acuerdos subjetivos, como el político, sino en la evidencia teórica y experimental acumulada. “Los resultados de estas investigaciones epidemiológicas (se refieren a las de los últimos veinte años) son muy consistentes y tranquilizadores, y han llevado a la OMS y al Instituto Nacional del Cáncer de Estados Unidos a decir que no hay evidencia concluyente o consistente de que la radiación no ionizante emitida por los teléfonos celulares esté asociada con un mayor riesgo de cáncer”, sentenciaban en julio de 2011 John D. Boice y Robert E. Tarone, del Instituto Internacional de Epidemiología de Estados Unidos, en un editorial en el Journal of the National Cancer Institute, la revista de investigación contra el cáncer más importante del mundo.
Solo las personas, los seres humanos de carne y hueso, resultan susceptibles de gozar de tal consideración. Única y exclusivamente las personas. Los musulmanes son personas, razón suficiente por la que merecen respeto. Como la Biblia de los cristianos, el Corán, en cambio, es una narración. Y las narraciones no tienen derechos. De ahí, por ejemplo, que a ningún liberal se le haya pasado jamás por la cabeza exigir a sus adversarios respeto por los escritos de John Locke o Adam Smith. Bien al contrario, si algo hizo avanzar a Occidente fue su definitiva falta de respeto por las ideas. Los europeos de hoy somos hijos de Voltaire, los herederos de aquellos hombres y mujeres que en el siglo XVIII se atrevieron a discutir cualquier idea que contrariase lo dictado por su propia capacidad de razonar. Y debemos sentirnos orgullosos de ello. Hoy más que nunca. ¿Respeto hacia los musulmanes? Todo. ¿Respeto hacia el islam? Ninguno.
La idea la puso en práctica hacia 1897, cuando diseñó unas gafas que le permitían invertir la realidad de izquierda a derecha y de arriba a abajo. A través de aquel dispositivo, el mundo aparecía completamente dado la vuelta y las primeras sensaciones eran de desorientación y mareo. En un primer experimento, Stratton llevó las gafas puestas durante 21 horas y media en un periodo de tres días y, aparte de la dificultad para entender lo que veía y moverse, no experimentó ningún cambio. Pero en su segundo intento, tras llevar las gafas puestas de manera ininterrumpida durante ocho días, saltó la sorpresa. Hacia el día 4 del experimento, las imágenes estaban todavía boca abajo, pero el día 5 se dio cuenta de que las veía del derecho, y solo si se concentraba podía volver a verlas las había percibido los primeros días. Su cerebro se había adaptado a los cambios.
[T]odo el que asesina una y otra vez; todo el que lo hace de manera sistemática, o el que nunca descarta recurrir a ello si lo juzga ‘necesario’, es un asesino en primer lugar. Quiero decir que lo es antes que nada, que le gusta matar –lo sepa o no con claridad– y entonces se procura una causa, una justificación en la que eso no sólo quepa sin provocar rechazo universal, sino que de hecho sea admirado por una parte de la sociedad. Todos esos son asesinos en primera instancia, no obligados ni circunstanciales, y además son muy cobardes: no se atreven a matar por su cuenta y riesgo, a dar rienda suelta a su instinto exponiéndose a la persecución y la condena general.
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