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Desconfianza absoluta

Juan Ramón Rallo.



Aunque bastaría con señalar a los mínimos del Ibex o a los máximos de nuestra prima de riesgo para constatar la enorme desconfianza que existe en torno a la economía española, hay otros dos que ilustran tal vez con mayor crudeza las crecientes dudas que los ahorradores nacionales y extranjeros albergan sobre ella y los devastadores efectos que éstas conllevan.
El primero se refiere a la tenencia de deuda pública española en manos foráneas: en el último año, esta cifra se ha desplomado desde los 286.000 millones de euros (el 52% del total) hasta los 219.000 millones (el 37% del total). El segundo, la evolución del saldo deudor de nuestro sistema financiero con el resto del Eurosistema: en los últimos doce meses, la deuda viva de nuestras entidades con el resto de las europeas ha pasado de 43.000 millones de euros a más de 300.000 millones, lo que indica una importante salida de capitales de nuestro país con la consiguiente provisión compensatoria de liquidez del BCE para evitar el colapso. En suma, los extranjeros no quieren nuestra deuda y los nacionales sacan su dinero del país, lo que lleva a nuestros bancos a pedírselo prestado a Draghi, el único suficientemente osado como para extendernos crédito.
Pocos disputarán que una economía que se enfrente a semejante estrangulamiento financiero lo tendrá muy complicado para crecer y generar riqueza. No ya, que también, porque quienes deban prorrogar los vencimientos de su deuda se enfrenten de continuo a una permanente amenaza de suspensión de pagos, sino porque las nuevas inversiones que este país necesita para transformar su equipo productivo no llegan a materializarse.
En este sentido, son legión quienes propugnan que la solución a todos nuestros problemas provendría de que el BCE fuera todavía más generoso en su provisión de liquidez. Olvidan tales voces el muy básico adagio de "se puede llevar el caballo al río pero no se le puede obligar a beber". El crédito que el instituto emisor concede a nuestros bancos les servirá para refinanciar sus deudas, pero es más que improbable que, en el actual clima de desconfianza, se dediquen a canalizar esa liquidez a prorrogar los vencimientos de deuda del sector privado: simplemente, para los bancos es mucho más seguro tener el dinero en caja o invertido en deuda pública (sobre todo alemana) que inmovilizarlo en una economía como la española. Y no hablemos ya, claro, de que esa liquidez extraordinaria procedente del BCE se termine convirtiendo en las inversiones productivas que tanto necesitamos: si el capital está incómodo dentro de España, pocos serán los empresarios que quieran endeudarse para invertir dentro de nuestras fronteras.
Mas, ¿de dónde surge tamaña desconfianza hacia nuestra nación? Los hay que responsabilizan a la austeridad teutona: como no gastamos, no crecemos y si no crecemos nadie quiere invertir en nuestro país. Miope observación que desconoce que, de ser ese el obstáculo, bien podrían crearse nuevas firmas en España para vender allende nuestros lindes. La problemática es muy otra: nuestro sector financiero y nuestro sector público no han completado su saneamiento, y mientras tal incógnita siga sin despejarse, el riesgo cierto de suspender pagos y vernos forzados a salir del euro seguirá muy presente entre los inversores. Difícil reprocharles, salvo por un patrioterismo suicida muy mal entendido, que, entretanto los riesgos que perciben no se hayan despejado, pongan a buen recaudo sus ahorros de toda una vida, es decir, bien lejos del Reino de España.
De ahí, claro, que una reforma financiera y una consolidación presupuestaria bien pergeñadas sean de vital importancia para nuestra recuperación. Sin ellas, nuestro sistema económico no atraerá capital y se irá desangrando poco a poco por los agujeros que nos legó la burbuja inmobiliaria y que no van siendo llenados por una nueva generación de riqueza. Quienes insisten en que necesitamos políticas de crecimiento, asimilando éstas a más gasto público deficitario, parecen obviar que estamos al borde del abismo no por la insuficiencia de deuda, sino por un exceso que muchos juzgan impagable. La realidad es la contraria: no existe disyuntiva entre austeridad y crecimiento, pues, en un país tan potencialmente insolvente como el nuestro, la primera es condición sine qua non del segundo.
Y de ahí, también, que las previsiones que acaba de publicar Bruselas sobre nuestro déficit en 2012 y 2013 sean desoladoras. No ya porque un déficit del 6,4% para este año y del 6,3% para 2013 supongan un flagrante e inadmisible incumplimiento de nuestros compromisos con la Comisión Europea, sino porque la imagen que transmiten estas cifras es que nuestro ya insoportable ritmo de endeudamiento público es un problema absolutamente enquistado en la estructura de un Estado que ningún partido político español tiene la más mínima voluntad de reformar.
Si esta es la opinión que los cuates europeos tienen de los ajustes de Rajoy, imagínense cuál será la de los operadores de mercado que no se andan ni con medias tintas ni con componendas. Acaso así se entienda mejor por qué el capital no fluye hacia España y por qué los ajustes aprobados hasta la fecha por el PP son del todo insuficientes para enderezar el rumbo de las finanzas públicas: máxime cuando, en realidad, tales ajustes han recaído en su práctica totalidad sobre un asfixiado y debilitado sector privado y no sobre un mórbido, hipertrofiado e ineficiente sector público.
O rectificamos o nos vamos al hoyo. La crítica coyuntura en la que se encuentra España no reclama políticas estatistas e izquierdistas como las aplicadas por Zapatero y proseguidas por Rajoy, sino auténticas y profundas reformas liberales que permitan convencer a los ahorradores nacionales y extranjeros de que nuestro país, pese a su gravosísimo endeudamiento público y privado, es un destino seguro, serio y rentable en el que hacer negocios. Es decir, lo que necesitamos es liberalizar sin ambages el sector privado y adelgazar con contundencia el sector público.

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