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Covadonga, donde todo empezó. Fernando Díaz Villanueva


En algún momento del verano del año 711, un noble godo llamado Pelayo galopaba presuroso hacia el norte huyendo del desastre de Guadalete y de la incontenible invasión musulmana. Buscó refugio en Toledo, pero los moros no tardaron en llegar hasta la Corte visigoda, que ocuparon sin resistencia. Esto provocó un nuevo éxodo.

Pelayo y otros muchos aristócratas de la España perdida buscaron refugio al otro lado de la Cordillera Cantábrica, un lugar remoto, pobre e inaccesible al que difícilmente les seguirían.

Pero les siguieron. Los ejércitos de Muza y Tarik dejaron atrás las montañas y colocaron un valí (gobernador) en la tierra de los astures. Aquel valí, que se llamaba Munuza, gobernaba de un modo un tanto precario, tanto por lo menesteroso de sus dominios como por la gran cantidad de godos exiliados con que le había tocado lidiar. Entonces sucedió que el moro Munuza se encaprichó de la hermana de Pelayo y la forzó a casarse con él, después de haber entregado el godo al emir de Córdoba como trofeo de guerra.

Hasta ahí podía llegar su paciencia. No sólo había perdido una batalla, a la que le siguió una humillante e inútil huida por toda la península, sino que ahora tenía que ver cómo un infiel le desgraciaba para siempre a la hermana. Se liberó de su cautiverio cordobés y viajó de nuevo al norte, buscando vengar la ofensa propia y la de su derrotado pueblo.

Llegó en el momento exacto, justo cuando un grupo de nobles se reunía en Cangas de Onís para declararse en vacaciones fiscales, es decir, para no pagar impuestos, que es lo más sano y heroico del mundo, tanto que a veces marca el nacimiento de grandes naciones; como España en esa ocasión venturosa o los Estados Unidos de América mil años después, cuando le dijeron nones al rey de Inglaterra, que les saqueaba sin piedad.

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