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El linchamiento de Libia. Ian Buruma


El problema de la justicia dura, en forma de venganza, no es su inmoralidad. Muchos de nosotros podemos percibir el atractivo del principio del Viejo Testamento, «ojo por ojo, diente por diente». Queremos que quienes hacen sufrir a otros sufran también, preferiblemente en igual medida. La justicia casi siempre contiene un elemento de venganza.

El problema de la venganza, sin embargo, es que provoca venganzas mayores, pone en marcha un ciclo de violencia y contraviolencia: la cultura de la vendetta. Y la vendetta, por definición, no es inmoral, ni siquiera injusta, es ilegal. Prospera en sociedades que no se rigen por leyes que aplican a todos por igual, o incluso en aquellas sin leyes formales en absoluto. Los códigos de honor no son el imperio de la ley. Si bien el imperio de la ley no satisface necesariamente el sentido de justicia de todos, sí frena el ciclo de castigos violentos.

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Pocas personas han entendido esto mejor que el activista democrático y pensador polaco Adam Michnik, uno de los héroes que en 1980 ayudó a terminar con la dictadura comunista en su país. Mientras que otros polacos exigían una vengativa y dura justicia contra los gobernantes comunistas y sus cómplices, Michnik abogó por la negociación, el compromiso y la reconciliación, incluso con los antiguos opresores.

Michnik admite que todas las revoluciones son incompletas, en el sentido de que no todos los culpables son castigados ni todos los virtuosos son recompensados. Pero, comenta, ese resultado implicaría más violencia: «La compensación por los daños sufridos trae siempre nuevos daños, a menudo más crueles que los iniciales».

Por esto el linchamiento de Gadafi es un peligroso augurio para Libia. Hubiese sido mucho mejor que lo entregasen con vida para ser juzgado en un tribunal. Un juicio penal en Libia tal vez hubiese sido difícil. Una dictadura de 42 años no provee precisamente tierra fértil al aprendizaje y la experiencia necesarios para crear una corte imparcial. Y es probablemente imposible para las víctimas de un dictador juzgarlo sin prejuicios. Por eso, precisamente, se estableció la Corte Penal Internacional en La Haya.


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