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Tres reflexiones a raíz de la muerte de Steve Jobs. Juan Ramón Rallo

Ya lo decía Mises: “Todas las personas, por muy fanáticas que puedan ser en sus diatribas contra el capitalismo, implícitamente le rinden homenaje al clamar apasionadamente por los productos que crea”.


Ya lo dejó sentado Julian Simon: el último recurso, la última fuente de riqueza, es la inteligencia humana; la capacidad de generar planes, modelos de negocio y productos que satisfagan necesidades importantísimas del resto de agentes. De ninguna otra forma puede explicarse que se espere que esos 47.000 empleados de Apple generen más valor que los 1,2 millones de trabajadores que ocupan todas las compañías del Ibex.


Desde el regreso de Steve Jobs a Apple, el precio de sus acciones ha pasado de 4 a 375, esto es, se han apreciado un 9.300%. Si en lugar de adquirir productos de Apple, hubiésemos destinado nuestro dinero a volvernos accionistas de la empresa —es decir, en sumarnos al proyecto de Jobs, proporcionándole todavía más recursos económicos—, hoy nuestro patrimonio sería inmenso. Para que nos hagamos una idea: si en 1997, en lugar de adquirir un Apple Powerbook G3 250 por 5.700 dólares hubiésemos invertido en acciones de Apple, hoy tendríamos un patrimonio de 535.000 dólares. Tal vez algunos piensen que, en tal caso, Apple habría vendido menos productos, hubiese dispuesto de menos ingresos y no hubiera sido capaz de innovar tanto. Pero es al revés: Apple, y empresas como Apple, podrían haberse capitalizado mucho más, habrían dispuesto de trabajadores mucho mejor formados y habrían invertido a mucho más largo plazo, proporcionándonos innovaciones aún más increíbles.





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