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El optimista racional, de Matt Ridley. Cristian Campos

En un mundo regido por la lógica, rebatirle esta idea al resentido de guardia no necesitaría ni de medio libro: es evidente para cualquier ser pensante con dos neuronas patinándole en el cerebelo que hasta el más lamentable de los 15M en paro disfruta de un nivel de vida que sería la envidia, no ya de Carlos V, sino de Henry Ford, multimillonario legendario entre los legendarios y al que se puede localizar a poco más de una docena de Olimpiadas de distancia de nuestra época. Todo eso lo explica Matt Ridley en el libro mediante un amplio despliegue de datos y de obviedades, así que tampoco le voy a dar más vueltas al tema. Basta con que sepan que ustedes disfrutan del mayor nivel de bienestar jamás alcanzado por el ser humano a lo largo de su historia. Aunque la mala noticia es que esta última frase no tardará en dejar de ser cierta: sus hijos aún vivirán mejor que ustedes.

Y por cierto: en África también viven infinitamente mejor que sus antepasados. Otra cosa es que el punto de partida africano no sea demasiado glorioso. En cualquier caso, los africanos viven más años, sobreviven más al parto y se matan menos entre ellos de lo que lo hacían hace apenas 100 años.

Pero esa no es la tesis de El optimista racional, sino su punto de partida. La tesis es la de que el progreso de la humanidad se debe, lisa y llanamente, al intercambio de ideas y mercancías. Es decir al capitalismo y el libre mercado. O, si lo prefieren, al trueque. Por eso las sociedades autárquicas, como las regadas por el Islam o el socialismo, han fracasado miserablemente, con pocas o muy debatibles excepciones, mientras que las sociedades libres han progresado hasta llegar a la cúspide de la evolución humana, es decir el iPad y sus usuarios.

Según Ridley, el intercambio es a la tecnología lo que el sexo a la evolución: el motor del cambio. Y, por ende, del progreso.


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