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Tres consejos de Arcadi Espada para estudiantes de periodismo

Intervención de Arcadi Espada el 27 de abril de 2011, Santiago de Chile, en la Inauguración de la Escuela de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado.



Transcripción:

Buenos días.
Profesores, amigos y especialmente alumnos, especialmente alumnos a los que me voy a dirigir estos minutos.
Los jóvenes, naturalmente, tienen la obligación de no escuchar los consejos, pero es una obligación perfectamente equiparable a la que tenemos los adultos de darles consejos. Por lo tanto, yo les voy a dar a ustedes tres consejos que, tal vez, les sirvan, tanto si están empezando a estudiar periodismo como si llevan ya promediada la carrera o están acabándola.
Son consejos de un periodista más que de un profesor. Y esto quiero que lo entiendan rápidamente. Es decir, no son consejos dictados desde la cátedra, tediosos, alejados de la realidad, sino que son los consejos de alguien que lleva trabajando 30 años —algo más quizás— en este mundo y que se dedica a la enseñanza solamente de modo marginal, para tratar de fijar sobre los adolescentes una serie de experiencias que él ha tenido en su vida profesional. Por lo tanto, entiendan que les hablaré más como un profesional de la información que como un teórico de la misma.
Son —como propios de un periodista— consejos negativos. Los periodistas tenemos un dicho, que conocerán, que se llama “no news, good news”, y que por lo tanto implica que todo aquello que es tranquilo, que no se sale de la normalidad, representa la no-noticia. Los periodistas sólo nos ocupamos naturalmente de lo negativo, y así debe ser.
Por lo tanto, yo voy a darles tres consejos respecto a tres cuestiones sobre las cuales oirán ustedes, tanto en estas aulas como fuera de ellas, recomendaciones perniciosas. Y quiero que las combatan.
La primera.
Oirán ustedes —o habrán oído— que el periodismo está en crisis. No sólo eso. Habrán oído a algunos apocalípticos, prácticamente delirantes, que el periodismo ha muerto. Y a algunos melancólicos decirles que la edad de oro de los periódicos y del periodismo ya pasó. Pero esto es falso, y esa es la primera lección que quiero darles. El primer consejo.
Nunca el periodismo vivió una edad de oro como ésta. El periodismo tiene, es un oficio joven. Tan joven como la democracia. Tiene aproximadamente 200 años, mal contados. El periodismo en realidad es el gran oficio del siglo XX. Bueno, nunca como hasta ahora el periodismo tuvo una influencia tal sobre la sociedad; nunca como hasta ahora iluminó los conflictos del hombre en zonas a veces radicalmente alejadas, física y moralmente, del oyente, del televidente, del lector; nunca como hasta ahora el periodismo fue una propuesta de entendimiento entre las personas, más allá de las aduanas de la nación, de la raza, de las llamadas culturas, todas ellas por cierto aduanas indeseables; nunca como hasta ahora el periodismo tuvo instrumentos que lo hicieran tan preciso, tan inmediato y tan ameno y divertido; y nunca, desde luego —para los que todavía crean que el periodismo tiene que ver con la literatura— el periodismo fue mejor escrito que en nuestra época. Es decir, nunca los grandes escritores acudieron al periódico en masa, atraídos por la posibilidad de establecer contacto directo con lo real. Y nunca dejaron los periódicos huellas tan precisas, tan hermosas, de su buen oficio.
El segundo consejo es que también les dirán “los periódicos ya no sirven”. Es decir, no “el periodismo está en crisis”, sino “el periódico ya no sirve”. Es decir, contraponiendo el instrumento del periódico a esa suerte de confusión conceptual y práctica que forman las redes sociales, los instrumentos como el Twitter, los blogs, los foros, etc. Otra suerte de iluminados, todavía no nacidos, antes que apocalípticos, se permiten —con una gran arrogancia intelectual— decir que toda esa confusión va a sustituir al periódico y que el periódico como instrumento de la alfabetización y como instrumento de la descripción elemental del mundo también ha pasado.
No les crean, tampoco. Porque nunca, también, como hasta este momento, el periódico fue más necesario. Miren, el periódico no es, contra lo que imagina una mirada superficial, una especie de contenedor donde se acumulan eso que llamamos noticias. Es decir, relatos veraces sobre algo que sucedió y que interesa a un gran número de lectores, de ciudadanos.
El periódico no es sólo eso. Es más: no es esencialmente eso. El periódico es un sofisticado, gran, complejo y generalmente feliz guión del mundo.
Miren, en los departamentos universitarios de mi país —y seguramente en el suyo, como es natural— hay una gran cantidad de tesis examinando y comparando aquellas portadas de periódicos donde las noticias, una u otra, tienen un especial tratamiento diferenciado en función de si el periódico A pertenece a la derecha, o el periódico B pertenece a la izquierda. Se entretienen mucho los departamentos universitarios con estas especies de ornitorrincos conceptuales. Les da un gran placer examinar esas pequeñas e insustanciales anomalías.
En cambio, no he encontrado todavía, en mis muchos años dedicados a esto, tesis robustas, determinantes y contundentes intelectualmente, que expliquen un fenómeno mágico casi, en cualquier caso conmovedor y pensable, desde una perspectiva estrictamente humana: ¿cómo es posible que desde Kuala Lumpur hasta Brisbane, desde Lisboa hasta Moscú, o desde Santiago hasta Barcelona, en muchos días del año los periódicos de esos países coincidan en lo sustancial en sus portadas? ¿Qué universal —o qué meme, para decirlo en la formulación de Richard Dawkins—, o qué meme tan poderoso nos lleva a considerarnos a hombres y mujeres de todas las culturas, de todas las razas, de todas las naciones, de todos los intereses, pobres y ricos, a depositar nuestro interés sobre un pequeño puñado de noticias, en todo el mundo iguales? Bien, esa es una reflexión mucho más interesantes que esas pequeñas anomalías provinciales, de si el partido A o el partido B influyen según el periódico X o según el periódico Z.
El periódico, insisto, tiene doscientos años de alfabetización de la sociedad. Ha sustituido al aula y al templo, otras áreas donde se enseñaba a los hombres, con gran ventaja. Mírenme a mí, estoy de pie, estoy hablándoles. Todo lo que sé lo he aprendido en los periódicos, en ningún otro lugar. Todas las pistas, iluminaciones, datos, historias, hasta sueños de mi vida, son fruto del periódico.
Naturalmente, ustedes no tienen por qué compartir eso. Lejos de mí la intención de presentarme como un abuelete melancólico. Las cosas funcionan hasta que dejan de funcionar, y por supuesto al periódico le puede pasar lo mismo. Pero cuando eso pase, será porque lo que le sustituya sea algo mejor, más eficaz, más limpio, más preciso, que instale un mejor orden. Es decir, algo, por ejemplo, de la calidad superior a lo que es hoy ya la superficie digital respecto del papel. Porque, efectivamente, ahí sí que vamos a asistir a una muerte rápida. Los periódicos de papel morirán, serán. Ya lo son, de hecho.
Vengo del MoMA, y en su sala de arte moderno, del Museo de Arte Moderno de Nueva York, hay muchísimos periódicos expuestos como objetos de arte, naturalmente. Por lo tanto, el fin de los periódicos es el fin de la superficie de papel que los ha alimentado hasta el momento. Y ahí sí que podemos hablar de una superioridad clara. Es incomparable la experiencia de leer un periódico en un iPad o un tablet cualquiera, a leerlo en el formato tradicional con el que nos hemos formado. Por lo tanto, cada vez que algo nuevo mejora lo viejo, por supuesto lo viejo ha de pasar corriente abajo y, en todo caso, los viejos ya nos haremos nuestros propios onanismos intelectuales con la pérdida.
Pero eso no ha sucedido todavía con el orden intrínseco del periódico. Con esa sofisticada ordenación intelectual del mundo, con esas suerte de decisiones delicadas que toman los periodistas cada día, de decir si esto va a dos columnas, tres columnas, si lleva foto, si tiene que salir, si tiene que entrar, qué tamaño debe llevar el destacado, si lo debe llevar o no. En fin, toda esa imaginería, toda esa utilería, todo ese instrumental quirúrgico con el cual el periodismo ha intentado explicar el mundo —y a mi juicio y hasta ahora— con éxito abundante.
Por lo tanto, mientras no haya enfrente un orden no basado en la cursilería geek o technie, en esa especie de amaneramiento tecnológico basado en lo último, sin prestar a lo último más atención que la propia naturaleza de ser lo último, háganme caso: no crean en modo alguno que el periódico no sirve. Es un orden fundamental del mundo que conviene tener todavía en cuenta, y que conviene sobretodo tener en cuenta, para poder tomar como ciudadanos decisiones útiles y eficaces.
Porque en esta historia, en este relato del fin de los periódicos, hay algo que se mezcla y que es muy pensable y muy meditable. Se habla muy alegremente del final de los periódicos, sin pensar que periódicos y democracia han ido siempre juntos. Que nunca en ningún lugar ha habido periódicos sin democracia ni democracia sin periódicos. Y que, por lo tanto, el fin de los periódicos sería posiblemente, en un estado hipotético, también el fin de la democracia, tal, al menos, como la conocemos.
Tercer y último, o más bien penúltimo, consejo.
La objetividad existe. Sé perfectamente, porque llevo más de quince años enseñando a jóvenes como ustedes, que lo primero que les dicen en las aulas de al lado a los muchachos cuando llegan, tiernos, es que la objetividad no existe. No creáis. Los muchachos, cuando el profesor les dice esto, la verdad es que se muestran aliviados, porque nunca son excesivamente trabajadores y piensan: “Bueno, si la objetividad no existe, un trabajo menos”.
Bien, existe. Existe como la verdad, que también existe, ciertamente. Es sorprendente, pero existe la verdad. Y existe la capacidad de explicar el mundo con independencia de las convicciones personales. La objetividad no es nada más que eso. Nuestra capacidad de narrar el mundo con independencia de lo que pensemos sobre él. Si yo creyera que la objetividad no existe, evidentemente no me habría hecho periodista. Si me he hecho periodista es porque en los nudos de esta profesión hay un instante extraordinario, de una gran conmoción intelectual, interior, que es cuando en la descripción de un hecho que afecta a tus convicciones más profundas y de un hecho que las perturba y que incluso las pone a los pies de los caballos, el periodista debe admitir que el hecho está siempre muy por encima de sus opiniones. Y ese es un momento duro, de sacrificio, pero también ilusionante y hermoso.
Si la objetividad no existiera, si la verdad no existiera, si Roma no hubiese vencido a Cartago y no al revés, si Alemania no hubiese invadido a Checoslovaquia y no al revés, si Santiago no fuera Santiago y ustedes no estuvieran aquí, evidentemente el edificio conceptual y moral de nuestro oficio se resquebrajaría. Pueden, y deben, explicar la verdad de los hechos. Existe.
Es cierto que a veces sobre ella sólo podemos tender a aproximaciones, hipótesis, pero en cualquier caso sabemos perfectamente y hemos de aprender a ello, a distinguir entre lo que es y lo que no es. Y creo que este es el consejo fundamental que yo puedo darles en esta hora.
Y una post data: tengan valor, sean valientes.
Habrán ustedes oído, leído, visto muchas historias muy maceradas sobre los heroicos periodistas. Hay una gran literatura, especialmente fílmica, sobre ese asunto. Es verdad, unos son héroes, van a lugares infestados de peligros, de incomodidades, mueren a veces por los fuegos cruzados o mueren simplemente asesinados por los poderosos. Pero yo no me estoy refiriendo a eso, que por supuesto entra dentro del paquete, pero no es lo que yo quiero subrayar.
Yo me estoy refiriendo a otro tipo de valor, a otro tipo de coraje. Al valor que tienen ustedes, que deben tener ustedes, respecto a las personas cercanas. En el ámbito donde ustedes se mueven, a veces los periodistas somos extremadamente valerosos y extremadamente arrogantes con casos y personas que suceden a miles de kilómetros de nuestra realidad. Y, en cambio, somos serviles y casi cucarachas con los poderosos que están a cien metros, sea al otro lado del despacho o sea en el otro lado de la Alameda.
Sean valientes con los poderosos cercanos, plántenles cara cuando haya que hacerlo. Y aún más difícil, sean valientes con los verdugos, pero sean valientes también con las víctimas. Porque la condición de víctima no implica, por desgracia, la condición de la razón y de la verdad. A veces las víctimas no tienen razón en lo que dicen, y también hay que decirlo.
Sean valientes.
Muchas gracias.

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