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La justicia de la guerra por Arcadi Espada

Arcadi escribe sobre el reciente asesinato de Bin Laden y la no asunción de lo que se ha hecho.

«Acto de justicia», dice el presidente Obama y «acto de justicia» repite el coro mundial. En el que destacan los socialdemócratas, políticos y militares, para los que la diferencia entre justicia y venganza sólo depende del sesgo ideológico del que la imparte. Baste leer lo que escribían y voceaban respecto a los actos del presidente George Bush. Ante el cadáver liquidado de un asesino yo siempre me inclino, primero, por el Vaticano: «Un cristiano no se alegra nunca de la muerte de un hombre» han dicho los capellanes, con su habitual sectarismo, pero también hablando de mí. Y luego, inmediatamente, por la opción naturalista de Richard Dawkins, formulada ante el cadáver de Sadam Hussein: mucho más útil que la pena de muerte es la captura y custodia del cerebro psicópata en vivo. Naturalmente, ni siquiera esa captura habría sido un acto de justicia, sino un acto de guerra. «Justo», «legítimo», «inexorable», cualquiera de los adjetivos que pretenden atenuar el sustantivo. Pero un acto de guerra. Es decir, la circunstancia precisa donde la justicia desaparece.

La guerra contra el terrorismo tiene siempre un carácter ambiguo (cada pie a un lado de la ley), y ése es uno de los triunfos principales del terrorismo. Las democracias no han sabido organizar una común y nítida respuesta jurídica a los crímenes contra el Estado. No han decidido, por ejemplo, si esa violencia es una forma de delincuencia o de guerra. Ante la incertidumbre, las respuestas del Estado han sido diversas. La del Gal, por ejemplo, evitó la responsabilidad política mediante la maniobra de creación de un grupo clandestino. Esa mimetización con los terroristas, similar a la que practicó el Estado francés en Argelia, fue sólo un poco menos difícil de tragar que los crímenes. En consecuencia el presidente González nunca tuvo que aparecer ante los ciudadanos para anunciar un acto de justicia. Jamás se dio por enterado, esa fórmula léxica mediante la que el gobernante ratifica la pena de muerte que han impuesto los jueces. En el extremo opuesto está el conocido ejemplo de Margaret Thatcher ante los tres cadáveres de miembros del Ira, asesinados por los servicios secretos británicos en Gibraltar: «Disparé yo». También Obama dice ahora que él disparó. Y de una manera altamente enfática. Podría haberse escudado en una acción de la CIA. Aparecer ante los ciudadanos como tomando gris y sobria nota de los hechos. Pero la cabellera del indio era un trofeo demasiado tentador. Para lucirla sin apuros tuvo que adosarle la palabra justicia escondiendo la mano.


También aquí:

Este tipo de hits tienen la inapreciable virtud de mostrárnoslos. El comentarista Bassets y su lógica sectaria, que hoy alcanza el punto de nieve: «No era exactamente la guerra de Obama, pero suya es la victoria». La sangre, el crimen y la mierda. Todo de Bush, menos la gloria. Así que fue por piedad (¡y no por continuidad!) que Obama se lo contó a su Antecessor antes que a nadie.
Pero nada, desde luego, como el trato dado al asesinato, en acto de guerra, de Bin Laden. La palabra asesinato. Por ejemplo, Reuters, tan pulcra siempre en la evitación de la palabra «terrorista». ¡Al menos hay que reconocerle equidistancia! Kill y no murder. En el periódico sólo Pablo Pardo lo dice sobria y secamente:
«Veinte minutos después, Obama entraba en la Sala de Crisis de la Casa Blanca para ser informado, minuto a minuto, del asesinato del líder de Al Qaeda».
Aunque lo realmente sensacional está en el mano a mano del joven Suárez y María Ramírez:
«Desde primera hora de la mañana, el debate público en Bruselas se centró en dirimir si la UE debía o no debía apoyar un “asesinato extrajudicial”, como lo definieron algunos reporteros».
Yeah!
Un asesinato extrajudicial. El Dios de los Pleonasmos.
En cualquier caso, y como cualquier día grande, hay que celebrar aquí la coincidencia entre los reaccionarios de la derecha y de la izquierda.
Todos, por una razón u otra, incapaces de enfrentarse al arduo problema de la justificación moral del asesinato. Negando la mayor para sufrir el menor de los daños.  

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