Ellen Cooper

American Gallery.


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In The Garden
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Study of Nnenna
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Emma (triptych)


Ellen Cooper web.

España inteligible

Julián Marías.



Hace quince años, en 1985, publiqué un libro por el que siento cierta predilección: España inteligible.No es que sea mi «mejor» libro –esto no tendría demasiado sentido–, pero es acaso el que ha ayudado más a que los españoles se entiendan a sí mismos. Tiene un subtítulo: «Razón histórica de las Españas», porque desde 1500 España es inseparable de América y el resto del mundo hispánico.

Este libro se ha leído bastante: diez ediciones en español, traducciones al inglés y al japonés. No se ha hablado demasiado de él, lo que puede ser explicable. Lo que me sorprende es la escasez de comentarios a su título. Dije que el libro cumple lo que el título promete: inteligibilidad. Por lo visto, esta noción irrita; se prefiere la idea de que España es un país «anormal», conflictivo, irracional, enigmático, un conglomerado de elementos múltiples y que no se entienden bien.

Mostré que España es coherente, más razonable que otros países, en suma, inteligible si se lo mira desde su génesis, sus proyectos, su argumento histórico. Como se ha decretado lo contrario, hay una manifiesta resistencia a mirar la realidad y tomarla en serio. Lo inaceptable es el título, que va contra las ideas recibidas y aceptadas sin crítica, aunque la experiencia las desmienta. Todo antes que admitir que se entienda lo que ha acontecido, que se comprenda un proceso histórico excepcionalmente coherente si se lo mira con la razón histórica y no con la razón abstracta; es mucho pedir que se mire la historia con mirada histórica, humana. Se trata de un caso particular de la evidente resistencia a mirar como personal la realidad humana, aunque sea al precio de no entenderla, de suplantarla por las «cosas» o, en el caso más favorable, por lo biológico, lo meramente animal. Si se considera casi todo lo escrito sobre cuestiones humanas en los dos últimos siglos, asombra el deliberado olvido de los caracteres personales, irreductibles a ninguna otra forma de realidad: no hay ningún «eslabón» ambiguo, equívoco, en que sea dudosa la condición humana, identificada con lo personal. Hay que refugiarse en el pasado imaginario para alojar en él lo que no existe en la realidad actual.

Se repiten monótonamente todos los tópicos acumulados sobre España durante varios siglos. Casi nadie se atreve a considerar la realidad y la interpretación fundada en su examen. El reconocer que las cosas no son como se dice parece a muchos una «infidelidad». Habría que preguntar a qué. He insistido a veces en la «fragilidad» de la evidencia, que se descubre y entrevé un momento y se pierde pronto por la presión del hábito. La idea de que España pueda ser «normal», una realidad colectiva humana y por tanto inteligible parece una «herejía».

Lo verdaderamente innovador e interesante es que habría que dar un paso más en la misma dirección. No solo España ha sido y es inteligible, sino también otros pueblos a los que se les ha atribuido esa condición sin suficiente motivo y sobre todo sin atender adecuadamente a su realidad y a los métodos que reclama. Quiero decir que otros países son más inteligibles de lo que se piensa, porque tampoco se los mira con los instrumentos mentales necesarios. Habría que intentar una revisión histórica de los demás países; creo que se aumentaría considerablemente su nivel de inteligibilidad, de racionalidad.

¿Podría extenderse este criterio de todos los pueblos? No lo creo así. Los pueblos procedentes de una herencia histórica que es la nuestra y que incluye el mundo helénico y el romano han conservado la continuidad y la pretensión de inteligibilidad. Por eso sus historias presentan, a pesar de azares, errores, violencias y crisis, que pueden ser graves y duraderas, algo que se puede entender y narrar; dicho con otras palabras, han realizado una historia que es susceptible de ser narrada, aunque en etapas bien distintas.

En otros casos la continuidad ha sido mucho menor, la inestabilidad de las poblaciones, la complejidad étnica, la ausencia de proyectos coherentes, el carácter precario y vacilante de su expresión, hace sumamente difícil esa inteligibilidad, precaria, vacilante. Finalmente, hay y por supuesto ha habido durante siglos o milenios, pueblos que sólo han poseído y conservado el mínimo de inteligibilidad que pertenece a lo humano, que sólo se encuentra en forma residual, como el grado inferior de la condición personal.

Vemos, pues, que la inteligibilidad, lejos de ser un privilegio de la condición histórica española, es la condición de lo humano y personal. Pero las diferencias de grado, forma y contenido pueden ser enormes. Para que esto se vea es menester una intensidad que lo haga perceptible. Lo curioso es que esto resulte particularmente evidente cuando se examina la historia española, objeto preferente de la imputación de conflicto e irracionalidad.

Pero las consideraciones que acabo de hacer descubren las diversas formas, las articulaciones y los límites de la historia. Podemos distinguir entre grados de ese carácter de todo lo humano que es la historicidad. Esto permitiría algo que no se ha hecho y que es una tarea apasionante: una tipología profunda y radical de las formas históricas. He mencionado apresuradamente tres niveles bien distintos, tanto que son irreductibles. En rigor, sólo desde los niveles superiores se puede percibir la forzosa historicidad.

Se ve igualmente la imposibilidad de una «historia universal» si no se ha llegado al descubrimiento de la inteligibilidad plena de algunas formas históricas. Solamente desde las formas superiores de inteligibilidad puede lanzarse una mirada al resto, y hallar así la universalidad de esa condición, aun en su grado ínfimo.

Todavía se suscita otra cuestión, cuyo interés teórico es del mayor alcance: en qué medida está ligada la noción de historia universal a la posibilidad de su realización, en la medida de las posibilidades reales. El hecho de que los griegos, los romanos y los españoles, en diversas épocas, hayan sido realizadores y teóricos de lo que podemos llamar «versiones» distintas de la historia universal llevaría a barruntar esa conexión. En otros ciclos humanos, ni la realidad ni el pensamiento parecen vinculados a la noción de historia universal.

Baste pensar un momento en estas cuestiones para recordar la complejidad y el apasionante interés de la condición histórica del hombre. Resulta inquietante, y sugestivo, darse cuenta de lo que falta para que esta condición de la vida personal se haya puesto adecuadamente en claro.

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Cuba, no hay ni papas

@yoanisanchez.


 No se ria, comprendame: llevo 2 horas en una larga cola para comprar papas. Pero que voy a hacer? No pruebo una papa desde hace meses.


 No he logrado alcanzar papas. Regreso a casa, con la bolsa vacia pero esta noche estara la revista Voces... alimento espiritual.

En Arabia Saudi, un tweet que “ofende” a Mahoma te puede condenar a muerte

Amnistía Internacional (Firmar petición).




Unos mensajes escritos en Twitter sobre el profeta Mahoma han provocado una cadena de desdichas para el joven twittero Hamza Kashgari. Los mensajes, considerados ofensivos, han herido muchas susceptibilidades en Arabia Saudí: destacados clérigos lo han acusado de apostasía (renegar de su fe) e incluso el propio Rey ha pedido al Ministro del Interior que detenga a Hamza y se le exijan responsabilidades. 

Hamza empezó a recibir amenazas de muerte y huyó del país, pero su vuelo a Nueva Zelanda hacía escala en el aeropuerto de Kuala Lumpur. Allí fue detenido y devuelto a Arabia Saudí, acto que convierte a las a las autoridades malasias en cómplices de lo que le suceda.

Hamza Kashgari está detenido y en peligro inminente de ser condenado a muerte. Existen precedentes de personas condenadas a muerte en Arabia Saudí por comentarios considerados contrarios al islam y por lo tanto, apóstatas. La apostasía es uno de los muchos delitos por los que se aplica la pena de muerte en Arabia Saudí, país con el triste honor de ser uno de los máximos ejecutores del mundo. 

Por otro lado, es poco probable que Hamza reciba un juicio justo. En Arabia Saudí rara vez se permite a los acusados contar formalmente con un abogado, en muchos casos no son informados de la marcha de los procedimientos judiciales contra ellos y pueden ser declarados culpables sin más pruebas que confesiones obtenidas con coacción o engaño.

Walter Lewin

Antonio Martínez Ron.



Returning to the classics

Russ Roberts.



I recently had a chance to talk with Steven Kates and he drew my attention to an essay of John Stuart Mill, Of the Influence of Consumption on Production. There really is nothing new under the sun. The obsession with consumption is just a little older than Keynes. Mill’s essay, an attack on the idea that inadequate consumption is a problem, was published in 1844. Here is how it begins:
Before the appearance of those great writers whose discoveries have given to political economy its present comparatively scientific character, the ideas universally entertained both by theorists and by practical men, on the causes of national wealth, were grounded upon certain general views, which almost all who have given any considerable attention to the subject now justly hold to be completely erroneous.
II.2
Among the mistakes which were most pernicious in their direct consequences, and tended in the greatest degree to prevent a just conception of the objects of the science, or of the test to be applied to the solution of the questions which it presents, was the immense importance attached to consumption. The great end of legislation in matters of national wealth, according to the prevalent opinion, was to create consumers. A great and rapid consumption was what the producers, of all classes and denominations, wanted, to enrich themselves and the country. This object, under the varying names of an extensive demand, a brisk circulation, a great expenditure of money, and sometimes totidem verbis a large consumption, was conceived to be the great condition of prosperity.
II.3
It is not necessary, in the present state of the science, to contest this doctrine in the most flagrantly absurd of its forms or of its applications. The utility of a large government expenditure, for the purpose of encouraging industry, is no longer maintained. Taxes are not now esteemed to be “like the dews of heaven, which return again in prolific showers.” It is no longer supposed that you benefit the producer by taking his money, provided you give it to him again in exchange for his goods. There is nothing which impresses a person of reflection with a stronger sense of the shallowness of the political reasonings of the last two centuries, than the general reception so long given to a doctrine which, if it proves anything, proves that the more you take from the pockets of the people to spend on your own pleasures, the richer they grow; that the man who steals money out of a shop, provided he expends it all again at the same shop, is a benefactor to the tradesman whom he robs, and that the same operation, repeated sufficiently often, would make the tradesman’s fortune.
II.4
In opposition to these palpable absurdities, it was triumphantly established by political economists, that consumption never needs encouragement. All which is produced is already consumed, either for the purpose of reproduction or of enjoyment. The person who saves his income is no less a consumer than he who spends it: he consumes it in a different way; it supplies food and clothing to be consumed, tools and materials to be used, by productive labourers. Consumption, therefore, already takes place to the greatest extent which the amount of production admits of; but, of the two kinds of consumption, reproductive and unproductive, the former alone adds to the national wealth, the latter impairs it. What is consumed for mere enjoyment, is gone; what is consumed for reproduction, leaves commodities of equal value, commonly with the addition of a profit. The usual effect of the attempts of government to encourage consumption, is merely to prevent saving; that is, to promote unproductive consumption at the expense of reproductive, and diminish the national wealth by the very means which were intended to increase it.
II.5
What a country wants to make it richer, is never consumption, but production.
He was on to something.

Sobre la reforma Laboral

La destrucción del derecho laboral: ¡qué miedo! Francisco Capella.

Reforma Laboral. Xavier Sala i Martín.

Reforma Laboral: ¿Y ahora qué? Xavier Sala i Martín.

No es nuestra reforma, pero es una buena reforma (con un riesgo importante). Luis Garicano.

La destrucción del derecho laboral: ¡qué miedo!

Francisco Capella.



Los abogados laboralistas Francesc Casares i Potau, Andrés Pérez Subirana, Judith Barceló Cisquella y Jessica Bolancel Ferrer claman contra “La destrucción del derecho laboral”.
Este título no es una metáfora, es la expresión de una realidad. Las medidas que acaba de aprobar el Gobierno y que vienen a modificar los derechos y obligaciones de empresas y trabajadores, en realidad tan solo suprimen o recortan derechos de los trabajadores. Se habrá perdido por ello el equilibrio en que se basa toda rama del Derecho. De hecho, eso es lo que se pretendía, porque ¿qué significa sino “flexibilizar” y “desregular” las relaciones laborales? El Derecho del Trabajo era, hasta ahora, un conjunto de normas que disciplinaban aquellas relaciones, que ahora quedan sin regular o que pierden su valor. Por consiguiente, se está transfiriendo la fuerza del Derecho desde el código jurídico a las manos del más poderoso, que será siempre la empresa.

“Estamos diciendo la verdad verdadera acerca de la realidad real, no crean que el título es una analogía o una exageración para llamar su atención.”

Transformar algo implica que dejen de existir ciertas cosas y comiencen a existir otras nuevas: los autores aquí sólo ven lo que ya no hay (que dramáticamente denominan “destruido”) e ignoran lo que ahora sí hay y antes no había. En este caso además se trata de normas, que son cambiadas, no destruidas.
No es cierto que estas normas sólo supriman o recorten derechos de los trabajadores, y no hay más que leer la nueva ley para comprobarlo. Además cabría preguntarse si esos derechos eran legítimos (no lo eran) y si la normativa era adecuada para el progreso económico (tampoco): y sobre todo por qué se prohíbe que las partes negocien libremente, sin interferencias externas, la regulación de su relación como empleadores y empleados.

El auténtico derecho no se basa en equilibrios sino en principios éticos fundamentales. Los derechos basados en equilibrios son simplemente arreglos resultado de diferentes partes intentando conseguir algo a costa de otros y al mismo tiempo ceder lo mínimo posible ante sus exigencias (equilibrios de poder, “might makes right”).

El derecho del trabajo sigue siendo un conjunto de normas, desgraciadamente impuestas de forma coactiva y centralizada, que disciplinan las relaciones laborales: no es un sector sin regular. La referencia a una presunta pérdida de valor es meramente una valoración subjetiva que los autores tratan de colar como un hecho objetivo en lugar de decir que no les gusta esta reforma.

La empresa no es siempre el más poderoso. Esta es un artimaña de los que sistemáticamente pretenden pasar por víctimas y débiles indefensos para obtener simpatía moral. Cuando una empresa tiene mucho poder conviene preguntarse cómo lo ha obtenido: en un mercado libre sólo puede hacerlo sirviendo eficientemente a los consumidores, es un poder bien merecido. El que no tiene poder probablemente no ha demostrado ninguna competencia especial.

Nadie nace con la etiqueta “trabajador” grabada a fuego en la frente o incrustada de forma inamovible en sus genes, así que si realmente las empresas son tan poderosas y se quiere tener poder, la solución es sencilla: hágase empresario. Pero entonces quizás descubra que no es tan fácil alcanzar el éxito.
Entre las medidas adoptadas ocupa un lugar preferente la del “abaratamiento del despido”. Los trabajadores, a partir de ahora, han de temer que les puedan despedir más fácilmente, y tendrán aún menos fuerza para oponerse a posibles decisiones de la empresa contrarias a la ley. De hecho, ni se atreverán a denunciar las arbitrariedades ante los tribunales, porque se encontrarán con que, incluso en el caso de que estos les den la razón, tal decisión no comportará el restablecimiento de sus derechos. La empresa se librará pagando un precio módico. Es decir, la empresa podrá comprar con dinero el silencio de la justicia.

De nuevo aparecen los pobres trabajadores temerosos y asustados por la malvada empresa que podría incumplir alguna ley: resulta curioso que no se mencione la posibilidad de que sean los trabajadores los que lo hagan.

Lo de comprar con dinero el silencio de la justicia suena a soborno reprobable cuando en realidad sería el pago de la compensación correspondiente por despido.

Los derechos pueden restablecerse cuando se tienen, pero resulta anómalo un derecho a no ser despedido a ningún precio y en ninguna circunstancia.
Todo ello justifica la reacción indignada no solo de los sindicatos, como representantes de los trabajadores, sino de todos aquellos que saben que el derecho al trabajo es un derecho humano fundamental y que el código jurídico es un instrumento civilizador de las relaciones humanas. Es lamentable la miopía de muchos que no saben ver el daño que estas medidas harán al proceso que la Humanidad quiere recorrer hacia la justicia social. Lo veremos claramente cuando el panorama de las relaciones de trabajo de muchas empresas vuelva a parecerse más a un sistema feudal que a una democracia moderna.

Todo ello no justifica nada de lo que afirman, porque aunque son abogados obviamente no entienden gran cosa de justicia o ética por mucho que no se les caiga de la boca el manido tópico de la justicia social.
Los sindicatos no representan a los trabajadores: representan a algunos (pocos) empleados por cuenta ajena, y no todos son “trabajadores”. Unos cuantos están liberados de eso tan cansado que es trabajar para otros.

El único derecho humano fundamental es el derecho de propiedad: poder controlar sin interferencias violentas lo legítimamente poseído y no ser agredido. El auténtico derecho al trabajo es que trabajar no esté prohibido, no que otros deban ofrecerme un empleo en las condiciones que a mí me gusten.
Los códigos jurídicos, cuando son adecuados, son instrumentos civilizadores. Los actuales distan mucho de serlo: son a menudo generadores de conflictos, armas de depredación y excusas para el parasitismo.
Los ciegos resultan ridículos al acusar a otros de miopes. Sobre todo si pretenden hablar en nombre de la Humanidad, así con mayúsculas.

Lo del feudalismo en las empresas ¿incluirá el derecho de pernada?; ¿los nobles o jefes partirán para las cruzadas? La democracia moderna ¿es siempre maravillosa?; si sí ¿por democracia o por moderna?
La verdad es, no obstante, que de todo esto estábamos advertidos. La política neoliberal que se ha ido imponiendo en los últimos años en el terreno económico lo hacía presagiar. A mediados de los años ochenta ya había quien, entre los sabios laboralistas, nos pronosticaba, con complacencia, que muy pronto veríamos “el desmoronamiento del derecho laboral”. El Derecho del Trabajo, juntamente con la Seguridad Social, se había convertido lentamente, con el tiempo, en el recambio civilizado de las revoluciones sociales decimonónicas, y vino a conquistar pacíficamente, con sus normas, nuevos espacios de justicia social. Esta rama del Derecho significaba un compromiso entre el poder del empresario y las exigencias de justicia y participación de los trabajadores en la empresa. El Derecho del Trabajo trataba de canalizar la confrontación que comporta la misma naturaleza del trabajo por cuenta ajena y proporcionaba amparo al trabajador que se proponía establecer una relación laboral desde una posición solitaria, aislada y por lo tanto, débil. El Derecho disciplinaba, además, la acción colectiva de los trabajadores a través de la dinámica sindical.

La verdad es, no obstante, que la verdad no es la especialidad de estos cuatro señores y señoras. Las medidas liberales no son una imposición sino la defensa contra agresiones e interferencias previas. El colectivismo y el sindicalismo de las leyes actuales no son elementos civilizados ni son resultado de conquistas pacíficas: se han conseguido en gran parte mediante la coacción de huelgas violentas y las amenazas de romper con la paz social (más violencia); la otra parte ha sido demagogia política.
Si los trabajadores quieren participar en la dirección de la empresa, lo tienen muy fácil: compren sus acciones. Si no les gustan las empresas existentes, monten unas cuantas nuevas, si quieren como cooperativas.

El trabajo por cuenta ajena no comporta una confrontación que sea canalizada por el derecho laboral. El trabajador que se considere débil por negociar en solitario puede asociarse con quien quiera siempre que no imponga coactivamente a todos que hagan lo mismo. Y conviene llamar a estas asociaciones sindicales por su nombre correcto: instrumentos de restricción de la competencia.

La dinámica sindical no suele ser disciplinada por el derecho: obsérvese cómo de “disciplinadas” son las huelgas y demás manifestaciones de la actividad sindical.

Todo ello parecía indicar que la vieja lucha de clases estaba encontrando vías de superación y que la barricada se había convertido en código o en convenio colectivo. Parecía que los derechos fundamentales de carácter social y económico que el consenso universal estaba aceptando, iban penetrando, también, en el reducto de la empresa por la vía de la extensión de la cultura democrática. Daba la impresión de que lo justo y conveniente era seguir progresando por este camino, hasta convertir la empresa en un territorio de colaboración constructiva. Pero la llegada de una nueva crisis del sistema capitalista ha sido suficiente para que resonara machaconamente esa consigna de salvación: “Hay que flexibilizar el mercado de trabajo”, “hay que desregular el Derecho del Trabajo”. Pues bien, con las nuevas normas se ha dado satisfacción a estas pretensiones. Cuantas menos normas, mejor…

Las luchas se superan cuando una parte conquista lo que quiere y la otra se rinde: los convenios colectivos en buena medida son el reparto de los despojos tras la lucha en las barricadas.

Estos abogados siguen pretendiendo hablar en nombre de un consenso universal que ni existe, ni conocen ni representan: simplemente intentan hacer creer al lector que lo que ellos defienden es lo correcto y todo el mundo tendía hacia ello, hasta ahora que nos hemos desviado.

Fíjense cómo la empresa es un “reducto” necesitado de cultura democrática: aquí que vote todo el mundo, da igual si eres accionista o no. Todo el mundo quiere poder decidir, pero no poner el capital para que la empresa funcione.

La colaboración constructiva es posible: suele conseguirse a pesar de abogados laboralistas como estos.
El sistema capitalista no ha tenido ninguna crisis porque lo que existe actualmente no es un sistema capitalista.

El “hay que” es típico de intervencionistas que intentan imponer algo a los demás.
Que haya más o menos normas no es la cuestión, sino si estas son pactadas libremente por las partes o si se imponen de forma coactiva y centralizada, y entonces la abundancia y la rigidez suelen ser muy nocivas.
Este es, pues, el auténtico fondo de la cuestión. Si el Derecho son normas, lo que está haciendo el Gobierno es destruir con esta reforma una parte del sistema jurídico establecido democráticamente y consolidado después de años de sacrificios y de luchas sociales. Y en cambio, lo que nos acercaría a una democracia avanzada –utilizando palabras del preámbulo de nuestra Constitución– sería un sistema cada vez más participativo en las decisiones que afectan a los ciudadanos a todos los niveles, también a nivel laboral. Y todo ello, ordenado de la manera más perfectamente posible por la regla del Derecho.

El derecho, efectivamente, está constituido por normas. El gobierno acaba de cambiar parte de estas normas. ¿Acaso eso es ilegítimo? ¿Cómo se llegó a las normas anteriores? ¿No se habían consolidado las previas a aquellas?

Sí que ha habido luchas sociales (o sea violencia o amenaza de la misma) y sacrificios: los sacrificios de los contribuyentes, de los accionistas que reciben menos dividendos, de los compradores que pagan precios más altos, y de los millones de parados que deben su situación en gran medida a las rigideces y el intervencionismo socialista de la legislación laboral.

Una democracia cada vez más participativa ¿consiste en que la mayoría pueda imponer su opinión, desos y criterios a la minoría?
Por lo tanto, nadie puede negar que la reforma que ha de aplicarse a partir de ahora camina en sentido opuesto a estos horizontes de civilización y progreso. Es un intento de retorno a las fórmulas liberales más puras del laissez faire.

“Por lo tanto”: vamos a ver si parece que estamos argumentando con consistencia lógica.
“Nadie puede negar”: ¿es que está prohibido o que es imposible? Si yo lo niego ¿demuestro que están equivocados?

“Horizontes de civilización y progreso”: bobada de aspirante a grandilocuente.
La nueva ley es algo más liberal que la anterior, pero está muy lejos de ser una fórmula de máxima pureza.
Una vez llegados a este punto, habrá que entrar en polémica con aquellos sectores que justifican la reforma como un mal menor necesario para reactivar la economía, crear nuevos puestos de trabajo y aligerar esa lacra social persistente que es el paro. Pero estos, seguramente, no se atreverían a poner la mano en el fuego y asegurar que esta reforma laboral pueda ser determinante para conseguir aquellos objetivos, y que no existen otras alternativas. En cualquier caso, el daño que se habrá hecho al equilibrio humano dentro de las empresas y al proceso histórico de la justicia social, será difícilmente reparable; habremos perdido así casi un siglo en el camino del progreso.

Entren en polémica, por supuesto: antes aprendan algo de economía, y si puede ser también algo de derecho. Sí, ya sé que son abogados.

Y qué bonito lo del equilibrio humano dentro de las empresas y el proceso histórico de la justicia social… Sobre la pérdida de un siglo en el camino del progreso, a ver si alguien lo encuentra y lo lleva a objetos perdidos: se recompensará.