Prólogo a la 7ª edición de ‘La economía en una lección’. Juan Ramón Rallo

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Extractos:

La destrucción no es beneficiosa: La primera lección de Hazlitt pasa por recordarnos algo evidente: destruir riqueza no es crear riqueza. Como ya observara Bastiat, si un gamberro rompe un cristal, los factores productivos se trasladarán a fabricar un nuevo cristal, pero durante ese tiempo no habrán podido dedicarse a crear un nuevo traje.


Las obras públicas no generan empleo: Otro claro ejemplo de políticas cortoplacistas y resultonas es el caso de la obra pública. Cuando un político quiere hacer como que genera empleo, rápidamente recurre a construir nuevos puentes, nuevas carreteras, nuevas aceras… Poco importa que la obra pública deba financiarse o con más impuestos (lo que implica menos renta disponible para que el sector privado) o con más deuda pública (lo que supone tipos de interés más elevados y, por consiguiente, menos inversión) y, por tanto, con menor producción privada; lo que se ve tiende a pesar mucho más que lo que no se ve.


Los créditos blandos perturban la producción: Los créditos artificialmente abaratados son otro de los disparates que criticó Hazlitt. Al cabo, si un crédito es solvente –su deudor puede devolver principal e intereses– éste podrá sufragarse en el mercado libre; si tal cosa no sucede y el Estado, o alguna empresa pública, se encarga de conceder financiación a personas insolventes, pasa a asumir más riesgos con el dinero ajeno que el sector privado con el propio, lo que estará haciendo, aparte de generar un hervidero de corruptelas, es desviar recursos desde proyectos con los que los agentes económicos habrían generado valor a otros que lo destruyen.


Las máquinas no destruyen puestos de trabajo: El típico temor decimonónico del ludismo sigue muy extendido dos siglos después. Siempre que la aparición de nuevos procesos productivos permite reducir la necesidad de mano de obra para fabricar un bien, surgen temores de destrucciones irrecuperables de puestos de trabajo, como si esas máquinas no tuvieran a su vez que producirse y mantenerse con trabajadores y como si el aumento de los beneficios empresariales o los menores precios de los productos no permitiera un mayor consumo y una mayor inversión a los capitalistas o consumidores, creando con ello nuevos empleos. 


Disminuir la jornada laboral no crea puestos de trabajo: Si partimos de la base de que los puestos de trabajo están dados, parece lógico que una forma muy rápida de crear nuevos empleos sea reduciendo la jornada laboral; si todos trabajamos la mitad de tiempo, se necesitará el doble de mano de obra para producir lo mismo. El problema, claro, es que los puestos de trabajo no están dados y que toda reducción de la jornada de trabajo va asociada o con menores salarios o con más desempleo: simplemente, si producimos la misma cantidad de bienes y servicios que antes pero con el doble de personas, es evidente que cada persona no podrá consumir lo mismo que antes, sino sólo la mitad.


El objetivo no es el pleno empleo, sino aumentar nuestra producción: Todas las medidas que se concentran en maximizar el número de empleos por procedimientos ajenos al mercado, sufren del mismo error: considerar que el objetivo político ha de ser lograr el pleno empleo en lugar de incrementar tanto como sea posible los bienes y servicios útiles a disposición de los agentes económicos.


Los aranceles no estimulan la economía ni crean empleos: La retórica mercantilista no ha abandonado nuestras sociedades desde el s. XVII, pese a las numerosas refutaciones a las que ha sido sistemáticamente sometida desde entonces: lo que le interesa a una sociedad es obtener los bienes y servicios lo más baratos posibles; si éstos se encuentran fuera, comprarlos permite liberar dentro poder adquisitivo para demandar otro tipo de productos (lo que desarrolla otras industrias y genera empleos en el interior).


Salvar industrias no rentables destruye riqueza: No resulta inhabitual que ante una quiebra empresarial, los grupos de intereses directamente afectados por la bancarrota arguyan que es imprescindible que el Gobierno ayude a la compañía con problemas para evitar la pérdida de puestos de trabajo. 


Los precios máximos generan desabastecimientos: En ocasiones, lo intolerable para los intervencionistas no es que los precios caigan, sino que suban demasiado, motivo por el cual han de imponerse precios máximos: esto es, la prohibición de que se realicen transacciones a precios más elevados que los fijados por la autoridad política. Claro que las consecuencias de semejante decisión son devastadoras: a corto plazo, la demanda aumenta y la oferta se reduce, dando lugar a un desabastecimiento generalizado que se traducirá en un racionamiento de su provisión; a largo, los precios máximos erosionan la rentabilidad de las explotaciones, haciendo que se hunda la capacidad productiva del bien que pretendía hacerse asequible para el conjunto de la población. 


[L]os mejores precios y salarios no son ni los más altos, ni los más bajos, sino aquellos que, al determinarse en el mercado, permiten maximizar la producción disponible para todos.


[U]n aumento del ahorro permite una mayor acumulación de capital y que ésta es la clave para una mayor renta futura; que la igualación entre ahorro e inversión no es casual, sino consecuencia del ajuste del tipo de interés; y que la causa de los ciclos económicos no cabe buscarla en el excesivo ahorro sino en las manipulaciones de los tipos de interés de mercado. 

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