Honorable, sí por Arcadi Espada

Vía Arcadi Espada. Las negritas son mías.
Querido J:
Llevo dos semanas sin escribirte, y los asuntos guardan cola, enardecidos. Lo siento, pero esta semana no podré hablarte del cura David, al que su obispo ha dejado caer, al fin, cobardemente, acuciado por la horda del periodismo y la política locales. No voy a poder ir hoy, a las siete, a Sant Vicenç de Castellet, a la última misa en el pueblo del joven capellán. Pero espero poder darte fe más pronto que tarde. Tampoco te hablaré de News of the World y el sensacional ejercicio de hipocresía de la supuesta prensa de referencia. Te valga por el momento saber que Hitchens comparó en Slate el caso News con el caso Wikileaks, señalando, además, que el segundo trataba sobre asuntos de verdadera importancia. Y Hitchens aún se mostraba léxicamente pudoroso: yo te habría escrito sobre lo que hizo la prensa receptadora con el material de Wikileaks.
Tengo ahora otra urgencia, que es la de honrar a Camps. Esta semana el presidente de la Generalitat valenciana renunció a su cargo, volvió a declararse inocente y anunció su intención de defender hasta el final su honra. Esta decisión fue tomada el mismo día que los periódicos anunciaban un inmoral enjuague mediante el que Camps se declararía culpable, pagaría una multa y seguiría (¡con antecedentes penales!, se santiguaba una y otra vez nuestra prensa socialdemócrata) al frente de la Generalitat. La decisión pilló a los periódicos a contrapié. El espectáculo es formidable. Dos días después la prensa socialdemócrata aún sigue delirante en el rincón, acusando a Camps no de lo que ha hecho, sino de lo que tenía intención de hacer. Se comprende.
Si la decisión de Camps hubiera sido admitir su culpabilidad y declararse un mentiroso irrisorio, la imagen que durante dos años ha ido construyendo de él nuestra prensa habría obtenido el refrendo de su voluntad. Camps ha sido sometido a una de las campañas de difamación más grotescas de que tiene memoria la democracia española. Sin la más mínima precaución ética se ha diseñado un muñeco místico y melifluo (el camino adjetivo que va desde El Curita hasta Amiguito del Alma), cursi, presumido, acobardado, corrupto -aunque, más precisamente, un tonto corrupto, capaz de enriquecer a ladrones y de no quedarse ni la comisión, que le pedía l’argent de poche a su esposa, para más inri provinciano, farmacéutica-. Esta sucia y barata campaña se ha basado, de modo muy reaccionario, limítrofe con los modos fascistas, en trazos puramente de carácter. También se comprende. Otras impugnaciones no eran fáciles. Camps ha sido presidente en un periodo de general esplendor para su comunidad. Ha ganado tres veces las elecciones por mayoría absoluta. Y la indagación sobre su patrimonio personal ha dado resultados negativos: el cohecho de Camps habrá sido tan impropio que es muy probable que, como dijo en su discurso, se haya ido con menos de lo que llegó. Solo quedaba una posibilidad medianamente política: la de presentar al empalagoso frailuno como un hombre obsesionado por el poder, incapaz de abandonarlo. Esa posibilidad que ha roto de cuajo la última decisión presidencial. Se comprende que sigan en el rincón, delirantes.
La decisión ha sido también impecable, respecto a su timing. Camps ha abandonado el poder en el momento procesal que debía: esto es, después de que se le comunicara el auto de procesamiento; cuando, ateniéndose al sistema judicial español, los indicios judiciales se han articulado en un relato coherente. Naturalmente el jurado habrá de decidir si además de coherente es veraz; pero parece una elegante muestra de acatamiento y respeto al Estado democrático que un elegido abandone sus responsabilidades cuando un juez instructor argumenta que es culpable de un delito.
Ni antes ni después: en ese momento. Hay otro asunto incluido en el acatamiento y las formas que conviene recordar, porque afecta a una figura de idéntico rango político que Camps. En 1982, cuando el imputado Jordi Pujol se vio en peligro (porque el Ministerio Público le imputó algo más que tres trajes) se convocó al pueblo soberano para que resolviera en las calles lo que se elucidaba en el juzgado, aquella manifestación inolvidable que fue acto fundacional de la putrefacción catalana. Jamás, en los dos años que ha durado la investigación judicial y el acoso mediático, Camps cedió a la tentación de sacar a la calle a las muy coloristas masas valencianas. Sus enemigos dirán que prefirió gozar en intimidad y silencio de las ganancias del cilicio. Pero más allá de sus violentos sarcasmos, lo cierto es que las únicas manifestaciones del caso Camps fueron protagonizadas por las turbas de indignados.
Ya sabes lo que opino sobre el fondo del delito del que se le acusa. Escribí una vez que el artículo 426, que describe el cohecho impropio y por el que van a juzgar a Camps, «es una muestra sobresaliente de estulticia jurídica y lógica, y, teniendo en cuenta el burdo y enfático pleonasmo que incluye («regalo o dádiva»), también gramatical». Yo agradezco mucho a Camps que haya decidido someterse a juicio. No sólo se lo agradezco como ciudadano. También como técnico. El instante del juicio oral va a ser un momento interesantísimo porque habrá de probarse que Camps no pagó unos trajes. Una situación radicalmente diferente a la del repulsivo juicio mediático en el que hasta ahora, y mediante un selectivo copypaste de declaraciones y escuchas telefónicas, sólo se ha exigido que Camps pruebe que pagó los trajes. Es decir, que pruebe su inocencia.
La mejor consecuencia, sin embargo, de la honradez de Camps es la raya que traza. Es verdad que en primera instancia queda validada, por el devenir de los hechos, la caja b de la democracia: juicios mediáticos o insolvencia de las leyes. Pero lo sustancial es que un presidente de la Generalitat ha dimitido porque, presuntamente, le regalaron tres trajes. Un regalo que, como el instructor reconoce, no tuvo ninguna consecuencia en sus decisiones como jefe de gobierno, hasta el punto de que el propio candidato Rubalcaba tuvo que admitir, aludiendo a Gürtel, que lo importante «está debajo». Es posible. Lo que es seguro, por contra, es que Camps ha sido jurídicamente liberado, de sus vinculaciones con la trama, que ya solo mantiene la comprensible melancolía de la prensa socialdemócrata. Por lo tanto, ahí queda trazado, gracias al honor intacto de Francisco Camps, el nuevo umbral de la moralidad política española. Al que todos habrán de atenerse. Tres trajes. Presuntos. Y de Milano.
Sigue con salud.
A.

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