Comunicaciones con Arcadi Espada

Mis últimas comunicaciones con Arcadi Espada, aquí, aquí, aquí y aquí.

También le envié esta:

Buenas Don Arcadi.

En su artículo escribe usted: "Una y otra vez la bandera de España surcaba felizmente el Estadio llevándose las más difíciles medallas, desde el baloncesto a los mil quinientos metros".
 En el baloncesto hubo un fracaso total, novenos, después de haber sido medalla de bronce en el Eurobasket del año 1991.

Un saludo.

Manuel Álvarez López.


Pero rectificó sin publicarla. Como se puede leer aquí. La frase quedo: "Una y otra vez la bandera de España surcaba felizmente el Estadio llevándose las mas difíciles medallas, desde la natación a los mil quinientos metros".

Deporte y España por Arcadi Espada

Reflexiones de Arcadi Espada acerca de, como el mismo dice: un déja vu empalagoso y falso que es la capacidad del deporte para refundar España.

En el artículo escribe Arcadi:

Es lo que me decía una vez un muy educado antisemita: “Lo mas cabrón de los judíos es que son como nosotros”.



ARTÍCULO:

Querido J:
Debes de recordarlo igual que yo porque entonces aún vivías aquí, y lo que es más insólito, incluso salías de casa. Los Juegos Olímpicos de Barcelona, en 1992. Fue un espectáculo sensacional. No me refiero ahora al espectáculo deportivo, que supuso, por cierto, el nacimiento de España como potencia, la auténtica culminación del trabajo de Juan Antonio Samaranch. Tampoco me refiero al espectáculo ciudadano, a cómo los intereses olímpicos se vertebraron con la renovación de la ciudad, aquel instante febril de obras, proyectos e ideas. Hubo otro espectáculo aún más intenso y trascendente. El espectáculo íntimo, podríamos llamarle. Barcelona fue, aquellos días, una ciudad feliz. Permíteme el abuso. Aquellos días se cometieron muchas injusticias, crímenes, murió alguna gente y mucha gente maldijo su estrella. Cualquier sinécdoque sobre una ciudad resulta abusiva. Pero el espacio público barcelonés sonreía. Hasta las putas habían aceptado sin mayor gresca que las apartaran de las calles, por el mal efecto. El alcalde Maragall sintetizó entonces muy bien las cosas: «Los Juegos han sido la primera cosa importante que los catalanes hacemos en este siglo y que les parece bien a los demás». Estaba muy bien dicho. Barcelona no era un lugar sin fama. Había sido la ciudad de las bombas, famosísima. Pero esto de los Juegos, en efecto, le parecía bien a todo el mundo.

La sonrisa general tenía mucho mérito si se piensa en el malhumor nacionalista y en el predominio nacionalista. Al fin y al cabo, en el cenit de su potencia carismática, y en plena y entusiasta víspera olímpica, Maragall había ganado las elecciones municipales a Josep Maria Cullell, durísimo candidato, por el miserable margen de 70.000 votos. Los nacionalistas temen la felicidad y se emplearon a fondo. El espectáculo de la inauguración del Estadio, con goteras y abucheos al Rey, solo puede compararse a lo que había sucedio, años antes, en su visita a la Casa de Juntas de Guernica. La implicación de los nacionalistas en la campaña del “Freedom Catalonia” implicó, incluso, a alguno de los hijos del presidente Pujol. O sea que la deslealtad nacionalista con los Juegos fue épica, constante y peligrosa. Pero el día 25 de julio el Estadio abrió sus puertas. Y el nacionalismo enmudeció.

Todo empezó en la ceremonia inaugural. La flecha que lanzó el arquero se encendió. Nadie daba crédito. Lo propio es que algo hubiese fallado. No falló nada. Ni esa noche ni ninguna otra noche. Se empezaba a imponer un orgullo técnico. En Cataluña eso suponía una novedad absoluta, porque hasta el momento los únicos orgullos operativos eran patrióticos y estaban basados en derrotas. En la ceremonia inaugural había desfilado el Principe, como miembro del equipo de Vela. Llevaba la bandera de España, un gracioso canotier, y una sonrisa muy joven y limpia. Gustó. El resto lo recordarás incluso tú que aquellos días llegaste a aficionarte al bádminton y a la lucha grecorromana. Una y otra vez la bandera de España surcaba felizmente el Estadio llevándose las mas difíciles medallas, desde la natación a los mil quinientos metros. La apoteosis icónica llegó con la final de fútbol. Tres dos frente a Polonia. El Camp Nou se llenó de banderas españolas. Si uno pega la oreja al cemento puede oír aún hoy el sordo bramido: España, España. Ha quedado allí.

Estos fueron los hechos. Pero recordarás sobre todo las metaforas. Las metaforas son más pegadizas. A poco de acabada la ceremonia inaugural el alcalde Pasqual Maragall declaraba (decretaba) que los Juegos refundaban España. Era un visionario. Asi lo había llamado Jorge Semprún, entonces ministro de Cultura. El visionario del tartán. Unas pocas banderas españolas y catalanas entrelazadas en el graderío. Els Segadors” poniéndole letra a la afásica “Marcha Real”. Las dos lenguas conviviendo en un palmo de terreno, sin mayor dislexia. Párate un momento aquí que hay un poco de sombra. ¿Has pensado alguna vez en que los signos de las llamadas identidades de España y Cataluña dependen de un ancho de bandera y unas cuantas eses sordas y sonoras? Es lo que me decía una vez un muy educado antisemita: “Lo mas cabrón de los judíos es que son como nosotros”.

Vuelve al sol. Han pasado casi veinte años. En este tiempo Cataluña ha incrementado su cuota de autogobierno en todos los ámbitos posibles. No hay lugar de la vida social donde Cataluña sea hoy más dependiente de España que entonces. Y eso ha sucedido con todos los gobiernos españoles posibles: de derechas, de izquierdas, con mayorías absolutas o con minorías. Sin embargo, el que tanto se emocionó en el Estadio con la nueva España refundada aparece hoy en la televisión mientras se arrastra penosamente a una ceremonia que lo reunirá con algunos de sus antiguos enemigos: Pujol, el primero. Y el inefable Heribert Barrera. Y Joan Rigol, todo bondad inutil. Para firmar no sé qué manifiesto colectivo diciendo que som el que som i volem el que volem, y que escolta España: las oraculares reivindicaciones de un fracaso ontológico, que quiere decir en origen. Verlo ahí, entre los espectros, miembro portador de la más irreductible caspa catalana, no deja de ser turbador para nosotros que le conocimos dando saltos juveniles, traviesos, la noche del 86 en que Barcelona fue nominada sede olímpica, mientras un ceñudo Pujol a su lado no sabía qué hacer con las manos, descartada la posibilidad de abofetearle. Pero su presencia en la ceremonia tántrica, cosida a la evocación de los días refundadores del Estadio, tiene para nosotros, estarás de acuerdo, un inmenso valor.

Es decir. Ya no van a liarnos más con sus sandias metáforas deportivas. Hoy, como hace veinte años, vuelven a reproducirse las líricas en torno del valor moral y político del deporte. Hoy como ayer se especula filosóficamente con el patchwork de un equipo de fútbol diseñado por catalanes y dirigido por madrileños. Hoy vuelve la bandera de España a las calles de Barcelona y hay quien teoriza, como un borracho de farola, sobre el cruce complejo de las identidades. Qué angustia. Todas las metáforas futbolísticas son falsas. Excepto la del pensador Boskov, inmortal: “Fútbol es fútbol” Algunas, además, son dañinas. No diga Kempes, diga Videla. Por un ejemplo. El sucesor del refundador olimpico, sucesor en la presidencia y sucesor en el partido, don José Montilla, dice que ningún tribunal español está legitimado para juzgar a la nación catalana. Gol. Gol de España. Gol de la Roja. Más vale roja que rota. Qué apogeo.

La caza y captura de lenitivos patrióticos es un ejemplo perfecto del maltrecho corazón español. El problema de un país no es que organice ficciones. Los holandeses querían que Alemania fuera el finalista porque así les devolverían el golpe de la invasión hitleriana. Bien. Eso esta bien. Eso son metáforas con vuelo. Pero las metáforas españolas tienen un tristísimo aire realista. La patética carta a los reyes magos de un adulto.

Sigue con salud

A.

Las ciencias más claras por José Manuel Sánchez Ron

Artículo de José Manuel Sánchez Ron sobre la literatura de divulgación científica de la que soy un adicto.

Destaco el párrafo final:

"Ambos fueron magníficos científicos, pero no quiero recordarlos por esto, sino porque supieron utilizar sus conocimientos profesionales para escribir libros maravillosos que no sólo nos educaron en la ciencia, sino que también conmovieron nuestras almas. Mostrando -en especial Gould- una cultura amplísima y una gran nobleza literaria, supieron engranar de mil maneras la ciencia con todo aquello más primitiva y sinceramente humano, con eso que hace que a veces hablemos de "la condición humana". Y no hay mejor literatura de divulgación científica -o de lo que sea- que aquella que sabe hacer esto".


ARTÍCULO:

La ciencia y la tecnología dominan nuestras vidas, aunque nuestro "mundo emocional" pueda volar -o, mejor, creer que vuela- en otras direcciones, libre de semejantes ataduras. Pero los conocimientos científicos y técnicos, esos que nos encontramos a la vuelta de cada esquina, llámense estos como se llamen (ordenador personal, Internet, teoría de la relatividad, horno de microondas, mecánica cuántica, resonancia magnética nuclear, DVD, satélite espacial Hubble, células fotovoltaicas o código genético), no se obtienen gratis: sus profesionales, los que los "inventan" o controlan, los adquieren mediante un largo y exigente aprendizaje. Y como la mayoría de nosotros, la gente que puebla las calles y que viaja en el metro, no posee semejante educación, ¿qué debe hacer?, ¿resignarse a ser un convidado de piedra del globalizado mundo tecnocientífico, un mero usuario de lo que ve -por mucha que sea su pericia al mover el ratón o apretar las teclas que sean- como "cajas negras"?

Afortunadamente existen caminos intermedios entre la pasiva ignorancia y el conocimiento riguroso. Uno de ellos lo proporciona la literatura de divulgación científica, un género con una larga historia a sus espaldas. Obras de divulgación científica son las Cartas a una princesa de Alemania sobre algunas cuestiones de física y de filosofía (1768, 1772) de Leonhard Euler (1707-1783), que recogen las misivas que envió a la sobrina de Federico el Grande, que deseaba ser instruida por el Príncipe de las Matemáticas, o dos libros debidos al físico y astrónomo Pierre-Simon Laplace (1749-1827), la Exposición del sistema del mundo (1796), en el que presentó de manera asequible para lectores cultivados pero no especialistas una visión general de lo que la ciencia de la Ilustración sabía acerca de, sobre todo, el Sistema Solar, y el Ensayo filosófico sobre las probabilidades (1814), aquel en el que se puede leer esa frase famosa y estremecedora que dice: "Una inteligencia que en un momento determinado conociera todas las fuerzas que animan a la naturaleza, así como la situación respectiva de los seres que la componen, si además fuera lo suficientemente amplia como para someter a análisis tales datos, podría abarcar en una sola fórmula los movimientos de los cuerpos más grandes del universo y los del átomo más ligero; nada le resultaría incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante sus ojos".

Habida cuenta del importante contenido filosófico de dos de las anteriores obras, las Cartas y el Ensayo, es posible argumentar que estas no pertenecen realmente al ámbito de la divulgación sino al de la filosofía. Pero semejante planteamiento es erróneo puesto que la divulgación científica no se limita a la mera explicación de apartados concretos de la ciencia (teorías, instrumentos, experimentos, científicos), sino que puede, asimismo, ir más allá, penetrando en otros territorios intelectuales a la vez que se realizan tales explicaciones. Los libros de este tipo se pueden clasificar como de "divulgación científica", pero también de "ensayos", y como suele suceder en este género son tanto mejores cuanto más rico es el mundo personal, la imaginación y la habilidad narrativa de sus autores. De hecho, quienes se adentran en este ambiguo género suelen utilizarlo para defender ideas propias, detalle que aunque por un lado puede conducir a presentaciones interesadas, posee el atractivo de dotarlas de una vida que de otra forma tal vez carecerían. En más de un sentido, y aunque pertenece por derecho propio a la clase de las obras inmortales de la historia de la ciencia, también podemos considerar Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, ptolemaico y copernicano (1632), de Galileo Galilei (1564-1642), como un libro de divulgación. De hecho, fue precisamente por su éxito en divulgar el modelo heliocéntrico de Copérnico por lo que su autor recibió en 1633 la condena de la Inquisición romana, que contribuyó más que su ciencia a que su nombre sea universalmente recordado. El Diálogo de 1632 posee algo que la mejor literatura de divulgación científica debería tener siempre: transparencia expositiva e imaginación literaria. Los tres personajes creados por Galileo para protagonizar ese diálogo, Salviati, Sagredo y Simplicio, han pasado a formar parte de la cultura universal, de la misma manera que lo han hecho otros inolvidables personajes de ficción.

Y no es Galileo el único Grande entre los Grandes de la ciencia que dio a luz una obra que cualquier texto de divulgación debería intentar imitar. Antes de que viese la luz su paradigmático Origen de las especies (1859) -cuya claridad también permite verlo como un texto de divulgación a la vez que de mayúscula creación científica-, Charles Darwin (1809-1882) había escrito un libro que hizo de él un autor de éxito: el, empleando el título más frecuente en castellano, Viaje de un naturalista alrededor del mundo (1839), en el que describió el periplo alrededor del mundo que realizó en el Beagle entre diciembre de 1831 y octubre de 1836, y durante el cual sembró las semillas de las que años más tarde brotaría su teoría de la evolución de las especies.

La mención de nombres como los de Euler, Laplace, Kepler, Galileo o Darwin conduce directamente a una cuestión de gran relevancia en nuestro tecnificado mundo: ¿deben los científicos más destacados, esos que iluminan los caminos de la investigación científica, dedicar algún tiempo a escribir libros de divulgación científica, tarea que puede "desviarlos" de practicar las habilidades por las que son preciosos? A pesar de lo muy conveniente que es disponer de tales exposiciones, no existe respuesta clara a esta pregunta. Es un hecho, no obstante, que los ejemplos en este sentido son cada vez más numerosos, y que la nómina histórica no se limita a los Euler y compañía: Michael Faraday alcanzó renombre como divulgador, en conferencias que desde 1826 pronunció en Navidad en la sede de la Royal Institution londinense (fruto de esa actividad fue un interesante librito titulado La historia química de una vela), y Albert Einstein divulgó en 1917 sus dos teorías de la relatividad en un breve texto, Teoría de la relatividad especial y general, del que en 1922 ya se habían realizado 14 reimpresiones, con un total de 65.000 ejemplares vendidos.

Pero como decía antes, es en los últimos años cuando más, y con más frecuencia, practican los científicos la divulgación científica. ¿Lo hacen por "conciencia social"?, ¿por deseo de ser conocidos más allá de los limitados círculos en los que desarrollan su actividad?, ¿por ambiciones económicas? Seguramente, por todo esto, y no hay nada malo en ello, porque sean las que sean las razones todos nos beneficiamos (el ejemplo -y el éxito- de Stephen Hawking con su Breve historia del tiempo, tuvo un gran valor ejemplificador). El resultado es una producción abundante, no limitada a científicos ya mayores, con sus capacidades creadoras limitadas. Nombres y títulos distinguidos son, por ejemplo, James Watson, el codescubridor de la estructura del ADN, y su La doble hélice; la zoóloga Rachel Carson (Primavera silenciosa), el entomólogo Edward Wilson (Sobre la naturaleza humana), Rita Levi Montalcini y su conmovedor Elogio de la imperfección, los físicos Steven Weinberg (Los tres primeros minutos del Universo), Roger Penrose (La nueva mente del emperador) y Murray Gell-Mann (El quark y el jaguar), o a los biólogos moleculares y de poblaciones Luca Cavalli-Sforza (¿Quiénes somos?) y Jarred Diamond (Armas, gérmenes y acero).

Podría, por supuesto, ampliar sin demasiada dificultad la anterior lista; mencionar, por ejemplo, a autores-científicos como Ian Stewart, Lynn Margulis, Brian Greene, John Barrow, Martin Rees, Paul Davies o Craig Venter, y también a españoles como Juan Luis Arsuaga, José María Bermúdez de Castro, Francisco Rubia, Jorge Wagensberg y, aunque no sean científicos de formación, Jesús Mosterín o Eduardo Punset, pero cualquier lista estaría incompleta si no incluyera a los dos mejores: el astrofísico Carl Sagan (1934-1996) y el paleontólogo y biólogo evolutivo Stephen Jay Gould (1941-2002).

Ambos fueron magníficos científicos, pero no quiero recordarlos por esto, sino porque supieron utilizar sus conocimientos profesionales para escribir libros maravillosos que no sólo nos educaron en la ciencia, sino que también conmovieron nuestras almas. Mostrando -en especial Gould- una cultura amplísima y una gran nobleza literaria, supieron engranar de mil maneras la ciencia con todo aquello más primitiva y sinceramente humano, con eso que hace que a veces hablemos de "la condición humana". Y no hay mejor literatura de divulgación científica -o de lo que sea- que aquella que sabe hacer esto.

Imposible por Carlos Rodríguez Braun

Artículo de Carlos Rodríguez Braun sobre uno de sus temas favoritos: los impuestos.

Al leer el artículo me queda la sensación de que o nos toman por tontos o lo son quienes dicen determinadas cosas.

Bajar impuestos es perfectamente posible, hay que reducir y ajustar el gasto.

La negrita es mía.



ARTÍCULO:

Se nos asegura que hay una cosa que no puede ser y además es imposible: los impuestos no pueden bajar. Jordi Sevilla resumió el pensamiento único en «El Mundo»: «Bajar impuestos no será ni de izquierdas, ni de derechas, sino simplemente imposible. Ello situará el debate en sus términos clásicos: quiénes pagan, cuándo y de dónde».

Curiosamente, a la hora de ir más allá de este tipo de proclamaciones, vemos que más allá no hay nada. Un argumento muy utilizado para explicar por qué los impuestos tienen que subir es que todos los gobiernos lo hacen y todas las instituciones lo recomiendan. Como si eso fuera un argumento, como si probara su veracidad, como si todo el mundo no hubiese coincidido alguna vez en jurar que la Tierra era plana e inmóvil, o los negros una raza inferior, o que las mujeres no tenían derecho al voto.

Llama la atención la falta de reflexión sobre la coincidencia política, que suele ser bastante amplia, y sobre su posible relación con el interés de los propios gobernantes. Mientras se hurta el debate sobre los principios, se nos acorrala con la idea de que como hay que reducir el déficit nuestros gobernantes se van a ver forzados a violar aún más nuestra cartera (a eso llama Sevilla «términos clásicos»), por supuesto por nuestro bien y porque los que mandan deben repartir los costes de la crisis ¡entre aquellos que ellos mismos aseguran que no somos responsables de la misma!

La condición humana de Andrés Trapiello

Artículo de Andrés Trapiello sobre Rafael Alberti, en respuesta a este de Benjamín Prado.

Trapiello tiene un libro, Las armas y las letras, donde escribe sobre los escritores españoles durante la guerra civil. En el mencionado artículo hace un repaso sobre la figura de Alberti. Destaco lo siguiente:

"Entre los indicios que enumera Prado para fundamentar tal supuesto está el de cierta fotografía publicada en la última y reciente edición de Las armas y las letras. Se ve en ella a Alberti, en 1936, vestido de miliciano, con arreos militares y una condecoración. Alberti ha dedicado de su puño y letra esa foto casi 30 años después, en 1965, "A Luba y Ehrenburg en la belle époque". Justifica Prado tal dedicatoria afirmando que en realidad Alberti no está llamando belle époque a la Guerra Civil, sino a su juventud pasada, y su hipótesis podría pasar por razonable si no concurrieran otros cien testimonios que a Prado le conviene eludir, empezando por el de la mujer del poeta, María Teresa León, que también habló en sus memorias de "los mejores años de nuestra vida" al referirse a los de la guerra. Y la verdad es que, conociendo la vida que llevaron entonces, nadie lo pone en duda: jamás volverían a ser más requeridos, agasajados, fotografiados, celebrados. En todos estos años como lector de literatura de la Guerra Civil no he encontrado a nadie que hablara con esa frivolidad de la guerra, si exceptuamos, claro, a Hemingway, para quien esta, vista desde la retaguardia, fue, como sabemos, una especie de safari más o menos pintoresco en un país semiafricano".

"Los testimonios de desafección que ha creído encontrar Prado en ese libro mío ni siquiera son míos, ni se deben, como asegura para desactivarla, a mi "manifiesta antipatía por Alberti", sino de gentes que lo conocían bien: Juan Ramón Jiménez, Cansinos-Assens, Josephine Herbst, Koltsov o Morla Lynch, por citar sólo unas pocas personas de izquierda o liberales y muy distintas entre sí, que lo señalan como alguien que se sirvió de la guerra en la retaguardia en beneficio propio, y algunos mencionan de modo explícito sus "monos planchados", sus ansias de notoriedad, sus trapacerías, su amor por el lujo, las casas buenas y las comidas copiosas en un Madrid hambriento y bombardeado".



ARTÍCULO:

De no haber titulado Benjamín Prado su artículo Rafael Alberti: a la caza del poeta rojo (EL PAÍS, 2 de julio de 2010), es poco probable que se hubiese concebido este, escrito en solitario, como ha escrito uno todo lo suyo, y no en jauría.

El supuesto del artículo de Benjamín Prado es el siguiente: a su entender, un contubernio de escritores -entre los que me incluye-, familiares del poeta, editores e instituciones han iniciado el acoso y derribo de Rafael Alberti, mediante, según Prado, mentiras, manipulaciones, insidias y malas artes, y pasa a enumerar algunas de estas, de un modo, si se me permite decir, atropellado: ¿qué tiene uno que ver con la viuda de Alberti, con su editor o con la fundación que lleva su nombre?

La propaganda, una forma de la retórica como decía Juan de Mairena, trata de crear interesadamente simetrías, buenos y malos, rojos y azules, blanco y negro, sin salirse, a ser posible, de los tótum revolútum que tanto favorecen sus propósitos. De modo que al hablar de la "caza de un poeta rojo" da a entender que únicamente se le persigue por rojo y que se le persigue en manada, sin pararse a pensar que acaso también haya sido blindado durante tanto tiempo solo por rojo y en comandita.

Entre los indicios que enumera Prado para fundamentar tal supuesto está el de cierta fotografía publicada en la última y reciente edición de Las armas y las letras. Se ve en ella a Alberti, en 1936, vestido de miliciano, con arreos militares y una condecoración. Alberti ha dedicado de su puño y letra esa foto casi 30 años después, en 1965, "A Luba y Ehrenburg en la belle époque". Justifica Prado tal dedicatoria afirmando que en realidad Alberti no está llamando belle époque a la Guerra Civil, sino a su juventud pasada, y su hipótesis podría pasar por razonable si no concurrieran otros cien testimonios que a Prado le conviene eludir, empezando por el de la mujer del poeta, María Teresa León, que también habló en sus memorias de "los mejores años de nuestra vida" al referirse a los de la guerra. Y la verdad es que, conociendo la vida que llevaron entonces, nadie lo pone en duda: jamás volverían a ser más requeridos, agasajados, fotografiados, celebrados. En todos estos años como lector de literatura de la Guerra Civil no he encontrado a nadie que hablara con esa frivolidad de la guerra, si exceptuamos, claro, a Hemingway, para quien esta, vista desde la retaguardia, fue, como sabemos, una especie de safari más o menos pintoresco en un país semiafricano.

En realidad, Prado se muestra perplejo porque no alcanza a comprender bien las razones por las cuales alguien como Alberti, que fue, como él dice, "un símbolo de la República, del Partido Comunista y de la Transición" está siendo cuestionado. Dejando a un lado si fue más o menos símbolo de la República que Clara Campoamor o Chaves Nogales, o más o menos símbolo de la Transición que González, Suárez o Fraga Iribarne, el propio Prado tiene muchas de las claves para salir de su perplejidad.

A pesar de haber cruzado en mi vida solamente media docena de veces la palabra con él, Las armas y las letras le deben uno de sus pasajes a mi modo de ver más importantes. Me lo refirió él mismo, y a él, el propio Alberti, que lo había hurtado de sus propias arboledas perdidas, con ser un hecho trascendental para conocer las diferencias de Alberti con Miguel Hernández durante la guerra y la suerte que este corrió tras ella, así como los resortes del poder orgánico. Se comprende que Alberti jamás escribiera de esa penosa historia, que incluía un puñetazo de María Teresa León a Miguel Hernández en la sede de la Alianza de Intelectuales en los primeros meses de la guerra, después de que este escribiera en una pizarra un "aquí hay mucho hijo de puta y mucha puta", y que significó la ruptura entre el poeta oriolano y "la pareja de moda": se contara como se contara, ni Alberti ni su mujer podrían en absoluto salir airosos de ella. Pero le resulta a uno difícil comprender la razón por la cual Benjamín Prado, íntimo de Alberti, quisiera contársela a un extraño, como lo era yo para él, en una de las pocas veces que nos hemos visto. Pensé entonces que lo había hecho como uno de esos personajes atribulados que "filtran" alguna noticia, convencidos de la importancia de la misma, pero también de los inconvenientes que les acarrearía hacerlo personalmente. Así lo entendí, y hasta donde yo sé esa historia se hizo pública por primera vez en 2002, en la segunda edición de Las armas y las letras y al poco en uno de mis artículos del Magazine de La Vanguardia. Prado, naturalmente, no la desmintió, incluso empezó a hacerla circular él mismo, según pude saber.

El Alberti de 1999 seguramente no era muy diferente del de 1936, pero el tiempo ha ido haciendo su trabajo, y sabemos hoy pormenores que no se conocían hace 20, 30, 70 años, y que arrojan luz sobre zonas oscuras del pasado. Los testimonios de desafección que ha creído encontrar Prado en ese libro mío ni siquiera son míos, ni se deben, como asegura para desactivarla, a mi "manifiesta antipatía por Alberti", sino de gentes que lo conocían bien: Juan Ramón Jiménez, Cansinos-Assens, Josephine Herbst, Koltsov o Morla Lynch, por citar sólo unas pocas personas de izquierda o liberales y muy distintas entre sí, que lo señalan como alguien que se sirvió de la guerra en la retaguardia en beneficio propio, y algunos mencionan de modo explícito sus "monos planchados", sus ansias de notoriedad, sus trapacerías, su amor por el lujo, las casas buenas y las comidas copiosas en un Madrid hambriento y bombardeado, en fin, todo lo opuesto de quienes, como Miguel Hernández, tasaron su vida en lo que pesaba una bala en las trincheras, o una lenteja en las cárceles franquistas. Lo dijo bien claro Juan Ramón: "Nosotros ¡los intelectuales! Etcétera. Debemos ayudar al Gobierno y al pueblo: no ellos a nosotros". Todos son testimonios valiosos, pero algunos solo los hemos conocido recientemente, incluidos los dos del propio Prado. Es descabellado, pues, hablar de la "caza al poeta rojo" (¿qué tienen que ver ciertas conductas con el ser o no rojo?: al contrario, pocos escritores de la guerra concitan en mi libro tantas simpatías y tanta admiración como Miguel Hernández o Herrera Petere), y sí de un hombre víctima a menudo de un tiempo en el que el culto a la personalidad era una mixtificación que alcanzaba a políticos como Stalin o Hitler y a poetas que aspiraban a apropiarse del discurso de la república, desoyendo las sabias advertencias de Platón. Y desde luego que mi antipatía, como la llama Prado, no es anterior a, sino consecuencia de ver la distancia que media entre las ideas que algunas personas tuvieron del hombre nuevo que preconizaban y la triste condición humana. Al margen de sus valores literarios y hablando solamente, al menos en mi caso, de los años de la guerra y de su poesía de guerra, esa de la que Gaya, que sufrió el exilio tanto como Alberti, decía que "es mejor no hablar". Que después Alberti fuese justo merecedor del premio Lenin (¿o era el premio Stalin?) o que se mostrara sinceramente consternado por la desaparición de la Unión Soviética, jamás lo he puesto en duda.

Y, por supuesto, todos estamos de acuerdo con Prado: los pies de barro del ídolo los descubren a menudo sus propios fieles y devotos, que por oscuras razones acaban circulando sobre ellos especies penosas como la conocida de la Alianza de Intelectuales, y que les fueron confiadas en una intimidad que traicionaron, junto con otras que, al menos en algún caso, habría sido mejor no haber conocido. Pero esa es ya, sí, otra historia.

Andrés Trapiello es escritor.